¿Qué futuro tiene la Europa antiinmigración?

Los datos hechos públicos por la ONG Caminando Fronteras son estremecedores: en el 2023 al menos 6.618 personas (384 eran criaturas) murieron intentando entrar en España por mar, la mayoría camino de Canarias. La cifra representa un aumento del 177% respecto al ejercicio anterior y supone en promedio 18 vidas perdidas al día. Además, hay constancia de que hasta 84 embarcaciones desaparecieron sin que se haya recuperado cadáver. ¿Puede Europa permitirse este permanente drama humanitario? ¿El endurecimiento de los controles que prevén la UE y la mayoría de estados y la externalización de la gestión de la inmigración a terceros países, a menudo en condiciones lamentables, mejorará o empeorará esta durísima realidad?

Ante esta tragedia que se repite y crece año tras año, hay dos reacciones que a menudo son experimentadas de manera simultánea. Por un lado, la compasión cuando ves cómo niños y adultos mueren ahogados en el mar o viven en condiciones precarias encerrados en campos, a las puertas de una frontera convertida en muro infranqueable. Por otro lado, el sentimiento de miedo o rechazo por el hecho de que puedan sacarte el trabajo o que reciban ayudas en detrimento propio.

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Lo primero que hay que decir es que, a pesar de las desigualdades globales, las guerras y las crisis climáticas, el fenómeno migratorio sigue siendo muy minoritario. La proporción de la población mundial que vive fuera de su país de nacimiento es sólo del 3,6%, un porcentaje que apenas ha cambiado desde 1960 cuando era del 3,1%. Otro elemento clave a tener en cuenta: de los 110 millones de personas que la ONU clasificó como desplazados por la fuerza a mediados del 2023, más de la mitad se quedaron en sus países, y del resto, apenas el 10% llegaron al mundo rico; la mayoría permanecieron en países de su región geográfica.

Ante estos datos, el alarmismo antiinmigración de la ultraderecha europea, que branda el espantajo de una supuesta "invasión" y de una "sustitución cultural", no está justificado, además de entrar en contradicción con la necesidad de la fuerza de trabajo de nuestros países. Incluso en Catalunya, pese a tener un paro del 8,5%, hay trabajos duros y mal pagados que sólo están dispuestos a realizar los venidos de fuera. Debido al envejecimiento de la población autóctona y las bajas tasas de natalidad, continuamos y continuaremos necesitando la incorporación de fuerza de trabajo foránea. La cuestión, sin duda, es cómo hacerlo, cómo gestionar las llegadas para no generar dramas en la frontera ni la marginación de quienes acaban entrando, unas situaciones de ilegalidad o alegalidad que son terreno abonado para precariedades que acaban generando dicho rechazo y miedo y, por tanto, la fácil demagogia incendiaria que contamina el discurso político.

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Si durante la Guerra Fría el Telón de Acero separaba la Europa rica y democrática occidental de la Europa comunista empobrecida, ahora hay un nuevo Talón de Acero que pretende fortificar la Unión Europea acomodada –pese a las crisis y desigualdad internas – del Sur Global. Europa fortaleza antiinmigración no tiene futuro. No es tanto un problema de insolidaridad, que también como de inviabilidad económica y tecnológica. El mundo se ha hecho pequeño, poroso e interconectado. La movilidad global no parará de crecer.