Medio y crisis climática

Los guardianes de los Andes: "Antes de adentrarnos en el bosque, saludamos a los espíritus"

En el corazón de las cordilleras andinas que atraviesan Colombia, una red de colectivos y de iniciativas de base trabaja para recuperar la memoria ancestral de los pueblos indígenas que habitaron estas tierras, sus cultivos agrícolas y su conexión espiritual con la naturaleza

Manizales (Colombia)Mientras habla va enjugando un palo en las hojas de coca masticadas que tiene en el interior de la mejilla. Y con la mezcla de ese jugo ensalivado va haciendo pinceladas, con parsimonia y delicadeza, sobre su poporo. Hecho de un tipo de calabaza pequeña, el poporo es un recipiente sagrado propio de algunos pueblos precolombinos, un símbolo de estas culturas que convierte la conversación en un ritual. Dicen que esta mezcla de hoja de coca y la cal de conchas marinas que hay dentro del poporo da lucidez de pensamiento y de habla. Lo reciben sólo los hombres cuando entran en la edad adulta. Y a medida que van sumando capas de esta mezcla sobre las paredes –a base de horas y horas de pensamientos compartidos en comunidad–, el poporo va creciendo de tamaño, como muestra de la sabiduría acumulada.

Pero quien hace pinceladas en su poporo –mientras habla del “flujo energético” que brota desde el “corazón” de este territorio, que son “las cimas nevadas de los Andes”– no es un líder indígena junto al fuego de su campamento. Es un sociólogo colombiano de poco más de treinta años, Juan Sebastián Blandón, que junto a su esposa, la antropóloga Ana María Rojas, hace ya once años que decidieron dejar la ciudad para convertirse en campesinos y fundar la Ecofinca La Soledad en las montañas de Villamaría, una pequeña ciudad en el centro de Colombia. Blandón no es descendiente de ningún pueblo indígena, pero recibió el poporo por su dedicación y esfuerzo a la hora de recuperar los saberes ancestrales de los pueblos originarios de la región. A través de la agricultura familiar, Anita y Sebas –como los conocen en la comunidad– recuperan cultivos nativos, indígenas y criollos, así como formas de cultivo basadas en la “permacultura”.

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La permacultura es una filosofía de vida basada en una agricultura –y una concepción social, política y económica– que respeta y imita el funcionamiento natural de los ecosistemas. En la Ecofinca La Soledad cultivan productos agroecológicos para alimentar a la familia –tienen dos hijos– y para venderlos en mercados campesinos o a través de internet. También es una escuela agrícola, donde se realizan talleres y encuentros abiertos sobre agricultura y permacultura o rituales indígenas como el inipi, una ceremonia de los indios lakota estadounidenses. Pero lo más importante es que esta iniciativa neorural forma parte de una red de proyectos similares que, desde diferentes departamentos de Colombia situados en las cordilleras andinas, se organizan para recuperar la memoria indígena y las semillas y los cultivos que se habían perdido, además de promover aquellas formas ancestrales de trabajar el campo –y de vivir– de acuerdo con la naturaleza. Una red que se coordina también para proteger la biodiversidad de los ecosistemas andinos y defenderla de amenazas como los monocultivos extensivos de aguacate o madera, que deforestan la región.

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"Somos guardianes del territorio Cumandai", afirma Blandón. Cumandai es el nombre indígena del Nevado del Ruiz, el gran volcán que preside la cordillera central de los Andes colombianos. Cuando la niebla de estos bosques húmedos lo permite, puede verse en el horizonte la gran columna blanca de humo que sube hacia el cielo desde la cima nevada del volcán. Lo llaman también “el abuelo de barba blanca y nariz humeante”: consideran el volcán “un ancestro”, dentro de esta cosmología que confiere vida a todas las creaciones de la naturaleza.

Blandón y Rojas participan, pues, en el proceso de recuperación de la memoria quimbaya que ha comenzado en los últimos años en esta región colombiana, donde se encuentra el eje cafetero del país. El quimbaya es un pueblo originario de estas montañas de los Andes que resistió estoicamente el asedio sanguinario de los colonizadores españoles. “La gran nación quimbaya estaba formada por varios pueblos originarios que habitaban la región, desde Antioquia, al norte, hasta el valle del Cauca, al sur, pasando por Caldas, Risaralda y Quindío”, explica Santiago Castrillón Morales. Este joven de 28 años estudió la carrera de psicología, pero ahora trabaja de lo que puede en la ciudad de Manizales y dedica la mayor parte del tiempo y la energía a recuperar los conocimientos agrícolas de los quimbaya en el huerto urbano Naksi, un pequeño oasis vegetal en medio del hormigón de Manizales.Naksi es una palabra del pueblo kumba quimbaya que hace referencia al flujo constante de la vida, de la energía elemental que reanuda y se repotencia”, explica. Él tampoco es descendiente directo de los quimbaya, pero eso no importa. Son muchos los colombianos que están inmersos en este proceso de renacimiento de la cultura quimbaya, aunque los herederos genéticos de ese pueblo son sólo unas pocas decenas de individuos. Uno de ellos es Mario Guerrero, que junto a los otros pocos supervivientes de los kumba quimbaya, vive en el pueblo de La Iberia, en el departamento de Caldas, desde donde trabajan para recuperar su memoria, su lengua y sus tradiciones.

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Los quimbaya habitaban esta zona de los Andes colombianos desde el año 500 aC y eran decenas de miles cuando llegaron los colonizadores españoles. Tras el genocidio indígena, al que se resistieron enconadamente, el siglo XVI quedaban menos de un centenar, que desde entonces se fueron escondiendo y asimilando las costumbres criollas. Ahora Mario Guerrero y su comunidad luchan para que el gobierno colombiano les reconozca legalmente como descendientes de la etnia quimbaya. Esto coincide con la reclamación que Colombia ha hecho en España para recuperar el tesoro quimbaya expoliado, que incluye objetos sagrados de gran valor como los famosos poporos de oro. Pero para Mario Guerrero y sus aprendices –Santiago Castrillón, Sebastián Blandón o Ana María Rojas–, mucho más importante que el oro es rescatar la lengua, tradiciones y cultivos de aquella cultura rica y compleja.

Saludo, permiso y gracias

“Antes de adentrarnos en el bosque, debemos saludar a los espíritus y todas las presencias que hay para reconocerlos y darles valor; después les pediremos permiso para entrar, para reconocer que son ellos los que habitan y no nos pertenece a nosotros; y después de esto haremos un agradecimiento, para respirar ese aire y sentir el oreo que nos mima”. Castrillón nos guía en la expedición a la parte del bosque que están reforestando con árboles nativos, junto a la ciudad. Pero, antes de entrar, hacemos un minuto en silencio para saludar, pedir permiso y dar gracias. Es otra costumbre ancestral que han integrado en su nueva forma de vida, respetuosa y reverencial con la naturaleza, que da vida y provee de recursos.

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Pocos metros más allá, nos muestran los pequeños árboles que plantaron hace sólo un año y que ya miden más de medio metro. Recuperan el bosque nativo en unas zonas que hasta hace poco eran pastos. En estas plantadas de árboles, y también en el cultivo agroecológico en el huerto Naksi, participan también muchos niños, que vienen a aprender estos conocimientos ancestrales. "Es la mejor semilla que se puede sembrar", dice Castrillón. Así han surgido muchos grupos de pequeños guardianes: Guardias Montañeritas, Zarigüellas, Polinizadores, Semillas para el Buen Vivir... son algunas de las agrupaciones de niños y niñas que forman parte también de este “proceso de recuperación de memorias ancestrales”, como explica Ana Milena, de las Guardias Montañeras y Montañeritas.

Pero si hay un lugar que han hecho suyo los niños es Comunativa, una especie de centro cívico y huerto urbano que en realidad es la casa en la que vive doña Martha Lucia Loaiza de Delgado. Desde hace más de diez años, esta mujer acoge cada tarde a los niños del barrio, la empobrecida comunidad San José de Manizales, y les da merienda mientras realizan tareas educativas y aprenden a cultivar en el huerto de su patio. Todo es fruto de la iniciativa y el tesón de esta mujer jubilada, que nos enseña orgullosa su libro de dedicatorias, lleno de palabras de admiración en varias lenguas, firmadas por visitantes de decenas de países. Comunativa nació, de hecho, como resistencia a un megaproyecto urbano que arrojó al suelo decenas de casas de este barrio, en el centro de Manizales. Muchos vecinos de doña Martha perdieron la casa y se vieron obligados a migrar por un supuesto proyecto de remodelación urbanística en el que se invirtieron muchos millones de pesos colombianos, pero nunca se completó. Solo quedan las cicatrices aún visibles de lo que fueron domicilios de gente humilde, ahora en ruinas. En aquellos escombros, doña Martha levantó su huerto y organizó “ollas comunitarias” para dar de comer a quien lo necesitara, además de abrir las puertas de su casa para instalar esta escuela popular. Con la colaboración de los jóvenes de la comunidad, el proyecto Comunativa se integró también en este proceso de recuperación de la memoria y reivindicación de los conocimientos campesinos.

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“En todo este proceso nos reconocemos como quimbayas, pero también hay otras muchas culturas y pueblos como los nasa, los embera, los arhuacos... Todo forma parte de este sentido cosmogónico, donde los mayores venden y comparten la sabiduría y nosotros la reivindicamos”, explica Ana Milena. Todas estas organizaciones de base, como las Guardias Montañeras, organizan actividades comunitarias, culturales, artísticas, artesanales, de debate o de cultivo, con el objetivo principal de “tejer comunidad” y forjar alianzas para recuperar y poner en valor la vida campesina y los saberes indígenas. De alguna manera, también han recuperado la figura quimbaya de los chasqui, que en la época precolombina eran los mensajeros que corrían de un lado para otro del territorio para traer información. Los nuevos chasqui transmiten los conocimientos recuperados y también, cuando pueden, traen semillas indígenas y nativas de un lugar a otro para recuperar cultivos abandonados. Desde infinidad de variedades de frijol, de yuca, de arracacha o de aguacate hasta verduras, especias y hierbas medicinales totalmente autóctonas. Así han surgido también los "guardianes de semillas", como Ricardo, que tiene una pequeña parada en el mercado de Manizales donde recupera artesanía, instrumentos musicales, herramientas de confección y materiales "no necesariamente indígenas, pero propios de la región". "Son materiales que el norte no conoce", dice satisfecho.

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La recuperación de semillas es un movimiento mucho más amplio en Colombia. Lo encontramos también en el mercado campesino de Armenia, en el departamento del Quindío, donde un enjambre de pequeños agricultores venden sus productos y comparten conocimientos bajo los soportales que les protege del sol implacable del mediodía. “En Colombia hay miles de mercados campesinos que son mixtos, tienen agricultura convencional y ecológica, pero éste en concreto es un mercado con sello agroecológico, cuyo proceso de certificación es un sistema participativo de garantías, de campesino a campesino”, explica Antonio Arbeláez, uno de esos campesinos que se dedican “a conservar semillas”. Forma parte de la Red Nacional de Semillas Libres de Colombia. Con el actual gobierno de Gustavo Petró, por primera vez se está elaborando una ley de protección y promoción de las semillas autóctonas, indígenas y criollas. Es la culminación de una lucha impulsada por colectivos como Arbeláez desde hace décadas y otras organizaciones de base que promueven los principios de la agroecología, la soberanía alimentaria y los conocimientos tradicionales.

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Ecofinca La Soledad, en Caldas, también certifica sus productos con este sistema participativo de garantías. “Qué mejor sello hay que la confianza de la persona que viene aquí, cultiva con nosotros y conoce a nuestra familia. Así evitamos a intermediarios como las grandes cadenas de supermercados”, explica Ana María Rojas. “Son estrategias y alternativas coherentes con este nuevo mundo que exige que seamos conscientes del clima, del agua, del suelo y del aire, que necesita proyectos para mejorar la calidad de vida de la comunidad –añade la antropóloga–, pero sobre todo para enaltecer este territorio por su sacralidad”.

Con esta vuelta desde la ciudad a la montaña, estos “tejidos organizativos” se han hecho mucho más conscientes de las amenazas que afectan tanto a los pequeños campesinos como a los ecosistemas andinos . Ahora tienen ojos en el bosque, que les alertan cuando algo pasa, nos cuentan. Porque el objetivo final de todos estos "guardianes de la montaña" es proteger los preciados ecosistemas de los Andes colombianos.

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"Somos gente de la montaña"

Colombia es uno de los países con mayor biodiversidad del planeta. En las montañas andinas, la multitud de pisos térmicos (zonas de altitudes distintas que generan condiciones climáticas diferentes) les confiere una gran diversidad biológica. Esta región en el centro de Colombia lleva un siglo dedicada al cultivo extensivo del café y en las últimas décadas también ha sufrido deforestación y contaminación por los monocultivos de plátano, pino, eucalipto y, desde hace poco, el aguacate Hass: el nuevo oro verde para la exportación. Ahora estos guardianes que trabajan para recuperar la conexión con la naturaleza de sus ancestros luchan contra el impacto ambiental "de estos sistemas de producción intensivos, impuestos por la lógica extractivista", dice Ana Milena. “Eso nos llevó a pensar que, si dejamos de ser el eje del café y del aguacate, ¿qué somos? Somos un eje de montaña, somos gente de la montaña”. Ha sido precisamente la lucha contra los monocultivos de aguacate la que ha unido más que nunca a estos colectivos diversos, pero con una misma misión: ser los guardianes de los Andres. Como dice Blandón mientras pincela el suyo poporo, “los monocultivos están rompiendo el flujo energético que nos llega desde el corazón del territorio, que son nuestras cumbres nevadas”. Un flujo de vida que abastece a uno de los lugares más biodiversos del planeta. Un flujo de vida del que dependemos todos.