Amor y pimienta

Sus hijos nunca conocieron aquella relación con la vecina de al lado

Dora descubrió que aquel hombre era una de las mejores personas que nunca había conocido

Hay cosas que no pueden explicarse porqué hacerlo supondría tener que ir demasiado atrás, buscar un nuevo significado; comprometer a otro; probablemente deshacer demasiadas verdades dentro de una sola mentira. Dora tampoco sabría por dónde empezar ni con quién hacerlo. No está acostumbrada a las habladurías, a las palabras dichas porque sí. Además, compartirlo quizá desharía su magia. Por eso decide mantenerlo escondido en su interior. Lo que ha vivido ahora sólo lo sabe ella. Ahora que está sola. Ahora que se ha quedado sola.

No sabe muy bien cómo empezó todo. Vivían uno junto a otra. Eran vecinos. Ella había ido a vivir a ese pueblo un poco por casualidad. No la había elegido, el pueblo la eligió a ella. Porque había una casa a medio arreglar que podía permitirse, porque quedaba cerca de la escuela de idiomas donde daba clases de griego; porque huía de allí donde venía y en las fugas el destino es lo que menos importa. El azar quiso que, además, en la casa de al lado viviera esa otra alma solitaria. Un hombre mucho mayor que ella. Un lobo herido desde que murió su mujer y los hijos fueron lo suficientemente mayores para hacer la suya y marcharse a vivir al extranjero persiguiendo el amor en un caso y una buena oferta laboral en el otro. Sólo iban a verle en las fechas señaladas. Navidad, Semana Santa y algunos días de vacaciones en verano. Venían con sus hijos pequeños, con sus nietos. Entonces era cuando la casa de al lado se transformaba. El silencio se convertía en ruido; la quietud, en movimiento. Se oían gritos, risas, correderas. Desde la ventana, Dora percibía a otro Mateo, menos enfadado con el mundo, más libre, más espontáneo. Sonreía detrás de las cortinas al descubrir a otro hombre, el original, que aquel ruido y malhumorado que apenas saludaba cuando se encontraban frente a los contenedores de recogida selectiva al principio del camino.

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Una de las veces, cuando la hija y su familia ya se habían ido de nuevo y la casa de al lado volvía a estar a oscuras, Dora decidió presentarse. Picó en la puerta con una bougatsa, un pastel de carne de los que se hacían en su país. Le dijo que si la quería acompañar y él le abrió la puerta sin otra palabra. Fue la primera de muchas visitas, de todos los encuentros. Dora iba cada día. Cuando anochecía se presentaba con las manos llenas. Un día un plato, otro día unas ciruelas verdes recién cosechadas. Algún otro, chocolate negro 85%. Más adelante, un libro subrayado y lleno de comentarios al margen. Y todavía algunos meses después unas zapatillas de ir por casa para ella. Había vísperas que Dora ya se encontraba la puerta abierta. Había días que las horas no pasaban, a ambos lados de las paredes, esperando que fuera la hora de las sombras. Dora descubrió que Mateo tenía sentido del humor, que la casa olía a pipa y que a ella (que nunca había fumado en la vida) aquella fragancia la reconfortaba. También descubrió que Mateo iba siempre descalzo sobre la madera del suelo y que no le gustaba nada cocinar y por eso tenía un doble congelador lleno de alimentos preparados que compraba cada mes en un supermercado en la entrada del pueblo. Dora descubrió que Mateo tenía una gata vieja y ciega, a quien cuidaba con toda la ternura, y que se entretenía haciendo el crucigrama del Señor Ventura. Decía que le hacían tener el cerebro en danza.

Dora descubrió que aquel hombre era una de las mejores personas que había conocido nunca. Que le gustaba tanto hablar con ellos como compartir todos los silencios.

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Dora descubrió que Mateo era tan casa como las cuatro paredes que la acogieron cuando fue a chasquear en aquel pueblo huyendo de un hombre que no sabía amar.

Después de las noches llegaron las noches y después las madrugadas y después las mañanas. Y un día Dora se dio cuenta de que hacía dos días que ya no pisaba su casa. Y Mateu dejó de comer congelados para alimentarse con platos calientes que Dora hacía con las recetas de su país. Fueron meses de felicidad condimentada no compartidos con nadie. Ningún vecino se extrañó de no encontrárselos a la vez delante de los contenedores (no era un espacio digno para las elucubraciones); los hijos de Mateo nunca conocieron aquella relación con la vecina de al lado. Tampoco los de la sección de congelados echaron de menos a uno de sus clientes más habituales. Las personas que quieren pasar desapercibidas del mundo encuentran cómo conseguir ser invisibles a los ojos de los demás.

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Hace dos semanas que Mateu murió de un infarto mientras se estaba duchando. Con la cafetera en marcha y una tiropita en los fogones, Dora no sintió el golpe del cuerpo cayendo al suelo. Fue ella quien avisó a la ambulancia. Los médicos avisaron a sus hijos, que tardaron dos días en poder llegar. Una semana después despejaban la casa. Quince días después la ponían a la venta.

Los hijos nunca supieron que su padre había vuelto a ser feliz con la mujer que vivía al lado. Dora nunca ha dicho, ni ha explicado, como amó Mateo, ni cómo la añora. Ni cómo ha dejado de mirar por la ventana al otro lado. Tampoco ahora va a tirar la basura a los demás contenedores, a los que hay en la otra entrada del pueblo.

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Dora llora en silencio mientras acaricia la gata vieja y ciega que se llevó con ella e intenta resolver los crucigramas de un diario viejo con fecha del día que Mateo murió. Incapaz de encontrar su respuesta.

"No, yo nunca me encuentro solo si te tengo, mi soledad...", canta Marina Rossell adaptando Georges Moustaki.