Ser una mujer madura es motivo más de alegría que de depresión

Llevo ya casi dos años escribiendo estos artículos que quieren explicar que la vida de una mujer a partir de los 45 años tiene más que ver con el poder que con la pérdida. Lo escribo a partir de la idea de que, a pesar de las mierdas que debemos engañarnos del patriarcado, ser una mujer madura es motivo más de alegría que de depresión profunda. Y que ya toca revertir el saco de mentiras que quieren ligarnos en la oscuridad de la invisibilidad y el silencio.

Lo escribo con una mezcla de caña y energía positiva, y lo hago porque, aparte de la lucha necesaria e imprescindible, de la rabia, la tristeza y la indignación por el sufrimiento de tantas mujeres de todo tipo, clase, origen y condición, creo que no es bueno centrarse sólo en este espacio de dolor. Pero este espacio es muy real y lo vivo y lo veo. Leo qué les ocurre a las compañeras que se enfrentan a la violencia digital, y por eso celebré el triunfo judicial de la activista Yolanda Domínguez contra un youtuber machista que nos quería calladas y sumisas y sin derecho a denuncia por el odio contra las mujeres que genera su canal. O admiro la fortaleza de mujeres como Cristina Fallarás, que continúan al pie del cañón a pesar de haber pagado un peaje personal altísimo, con amenazas a ella ya su familia durante mucho tiempo, sólo porque nos defendió a todas con su poderoso # Cuéntalo. Cristina Fallarás recientemente sufrió un cierre misterioso e injustificable de su cuenta de Instagram a raíz de su nueva iniciativa de darnos voz con el hashtag #Seacabó, que recoge las experiencias de violencia machista de tantísimas mujeres, y no podemos dejarla sola. Ni a ella, ni a Yolanda Domínguez ni a tantas mujeres que, hartas de tanto acoso digital, abandonan la trinchera. Porque es duro estar y nadie puede juzgarlas por su cansancio.

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Al igual que nadie puede tener la barra de juzgar al feminismo por la expresión de su rabia y su enfado. Porque nadie tiene la osadía de reprochar a la comunidad afrodescendiente americana que se cabree por el racismo social e institucional. En la comunidad afrodescendiente de aquí ya es otra cosa, molesta más porque toca de cerca. Pero en la de Estados Unidos, no. Todo el mundo lo tiene clarísimo. Pero si cambias la palabra antirracismo por feminismo todavía hay demasiado prejuicio. Demasiado querer que no nos enfademos. Siempre me ha flipado esta actitud cuando el feminismo no se ha dedicado a quemar ni un triste contenedor ni a joder un miserable trasero.

Por eso, a ellas, a las que están en primera línea ya las que han estado, quiero decirles que la alegría con la que escribo este artículo la vivo como una victoria del colectivo. Porque es gracias a ellas que estoy aquí y puedo escribir con una seguridad que no siempre es posible. Y porque me niego a dejar que nos arrebataran la luz y la alegría. No podemos ceder la fiesta y la energía positiva al patriarcado. Por eso me gusta que en las manifestaciones del 8-M haya música festiva, porque, además de reivindicar, también toca celebrar que seguimos de pie, viva, resistente y poderosa. Felices de ser quienes somos, ahora y siempre. Gracias, compañeras. Estamos aquí.