Reportaje

¿Qué les pasa a las mujeres que abandonan el islam en el estado español?

Hablamos con cuatro mujeres que se negaron a seguir los preceptos religiosos y las estrictas normas que les imponían las familias. Han tenido que pagar un precio muy alto

Jaume Portell
8 min
La Amina fotografiada hace unas semanas en la playa cerca de Palafrugell

Barcelona“Sé que ya no estoy sola. Ahora formo parte de una comunidad pequeña pero maravillosa”, decía Zuein Embarek Musa después de asistir a una manifestación en Barcelona. Ahí había mujeres de todo el Estado que critican o directamente han abandonado el islam, como ella. Embarek es saharaui, supera la treintena y tuvo que irse de casa por primera vez cuando tenía 16 años. Su familia no aceptó nunca su condición de atea y lesbiana. Después de intentar reconducirla hacia un matrimonio con un hombre que duró un mes, ella escogió vivir a su manera. Hoy es jefa de cocina en Galicia, donde reside después de pasar por varios lugares de España. “Todas al salir de casa nos volvemos muy nómadas. Vayamos donde vayamos nos falta algo”, me explicó más tarde. Para venir a la manifestación, Embarek tuvo que hacer otro viaje: coger un avión desde Galicia y pasar el fin de semana en Barcelona con otras chicas que ya considera compañeras: “Somos bastantes. Y cuando te digo muchas me refiero a más de cinco”. Era la primera vez que se hacía una manifestación de este tipo, y Embarek tiene una queja que es común entre sus compañeras: está harta de que le hablen del honor familiar, del velo o del pelo, y reconoce que le gustaría que le hablaran más de las ideas que tiene en la cabeza.

Uno de los carteles de la manifestación de Barcelona.

La manifestación, con el lema “Mi cuerpo no es pecado”, fue un cúmulo de emociones y un gran momento para ellas. Todas las chicas llevaban una camiseta blanca con el mismo mensaje y con el nombre de la organización que han creado: Conciencia Feminista. Algunas llevaban la cara tapada con máscaras para no ser identificadas por la familia o los conocidos. Embarek estaba dispuesta a amortizar el tiempo y el dinero invertidos para ir hasta ahí. Gritaba, coreaba, protestaba, saltaba. En un momento de la manifestación pusieron trapos blancos en el suelo, simbolizando el velo islámico, y los quemaron. Mientras recorrían las calles de Barcelona, Embarek y sus compañeras se miraban las unas a las otras, se sonreían y, en algún momento, contenían las lágrimas; se tocaban, como para comprobar que estaban ahí y que todo aquello estaba pasando. Celebraban su existencia. Superaron las expectativas: eran muchas más de cinco. El 25 de noviembre repitieron las mismas escenas en otra manifestación en Madrid, y la próxima semana, el 8 de marzo, volverán a las calles.

El ARA ha podido hablar con algunas de las integrantes del grupo que se manifestó en Barcelona. Muchas son víctimas de ciberacoso en las redes sociales, y las amenazas hace tiempo que son una constante en sus cuentas de Instagram y Twitter.

Acabar en un centro de menores con 16 años

Sukaina Fares tiene 30 años y vive en Catalunya. Durante la manifestación en Barcelona atendía a los medios de comunicación. Esta autónoma, cuando no trabaja, dedica el tiempo que le queda a intentar ayudar a otras chicas que se encuentren en la situación que ella vivió cuando tenía 16 años. Después de varias denuncias a comisaría y de negarse a seguir los preceptos del islam, acabó en un centro de menores. Hasta entonces había tenido un rol muy importante en su familia: como era la única que entendía el idioma, desde los siete años leía facturas, acompañaba a su madre al médico y cuidaba a sus hermanas más pequeñas. “Si para una mujer maltratada es difícil denunciar a su pareja, ¿cómo es hacerlo con la familia?”, se pregunta. Cuando estaba en el centro de menores había tres chicas más que habían sufrido el mismo choque. Hoy se pregunta cuántas hay así en Catalunya. A través de las redes sociales, decenas contactan con ella desde toda España e incluso desde Mauritania. En su perfil de Instagram combina los mensajes contra el racismo en España –respondiendo a los ataques a mujeres musulmanas que llevan velo– con las críticas a la religión de la que ella huyó: “En un lado está el racismo, en el otro está el patriarcado islámico, y en medio estamos nosotras”, afirma, y destaca que los dos combates son igual de importantes.

Sukaina hace unos días.

Fares lamenta que los discursos como el suyo se escuchan de manera selectiva: la derecha puede aplaudir la crítica del islam pero ignorar el mensaje contra el racismo; la izquierda puede apoyar su mensaje contra el racismo pero pasar de puntillas a la hora de criticar el islam –en nombre de la diversidad–. Ella considera que el islam es machista –como todas las religiones, añade– precisamente porque sigue el Corán –el libro sagrado de los musulmanes– y no por una mala interpretación de los hombres: “El texto es muy explícito: las mujeres tienen que recibir la mitad de las herencias, el testimonio de una mujer vale la mitad, la mujer debe la sumisión a su marido”. Y añade, ante la voluntad de leer el Corán de otro modo por parte de sectores más progresistas, lo siguiente: “Si quieres reinterpretarlo hay que escribirlo de nuevo. ¿Qué plantean, reescribirlo? ¡Esto es blasfemia! Estarían cambiando las bases del islam”.

Cuando tenía 19 años leyó por primera vez a la escritora Nawal el Saadawi (1931-2021). Hasta entonces la habían acusado de haber repudiado sus raíces, y ver que una feminista egipcia había luchado por lo mismo que ella tantos años antes fue reconfortante. Hoy tiene todos los libros de la autora en casa. La conexión con las luchas del mundo árabe le ha permitido llegar a una conclusión: “Respecto al islam, el discurso que defiende la izquierda aquí es un discurso de extrema derecha en nuestros países. En Marruecos hay partidos políticos que han prohibido películas que no comulgan con la religión islámica. Aquí, en el Raval, las mujeres hacen deporte segregado. Ponen cortinas al aire libre para protegerlas de cualquier mirada que no sea la de los maridos. En vez de luchar contra la imposición religiosa que impide que las mujeres puedan hacer deporte, algunos creen que la mejor idea es ceder”. Su historia no deja de ser la de una adolescente que quería ir a la piscina, hacer lo mismo que las otras y no pudo por culpa de una prohibición religiosa, una situación que ella cataloga de racista: “Catalunya está permitiendo un maltrato institucional que nunca permitiría si las niñas fueran catalanas blancas”.

Los peligros del salafismo

Mimunt Hamido era la persona más veterana de la manifestación. Nació en Melilla y vive en Estambul (Turquía), donde se dedica al mundo de la cocina. Criada en la España franquista, alerta de los peligros de las identidades políticas edificadas alrededor de la religión. Considera que el islam se ha visto influido en los últimos años por el salafismo, hasta el punto de que las mujeres más grandes en algunos lugares no llevan velo y las más jóvenes sí. El salafismo es una rama del islam que considera que los auténticos musulmanes son los salaf, los acompañantes del profeta Mahoma y las tres generaciones siguientes. Todo lo que queda a continuación es una desviación moral. La prohibición de la música, la obligatoriedad del velo y la limitación de las libertades de las mujeres son algunas de las características principales del salafismo.

Mimunt nació en Melilla.

Con el apoyo financiero de Arabia Saudí y otras monarquías del Golfo, esta rama busca convertirse en el mainstream islámico en todo el mundo. Hamido piensa que, en Europa, se alimenta del descontento de muchos musulmanes y sus hijos: “Es fácil caer en esta trampa: como no me quieren y hay mucho racismo, vuelvo a lo que es mío; pero realmente no vuelves a lo que es tuyo, vuelves a lo que te dicen en internet que es tuyo”. Lamenta que, a pesar de la proximidad territorial, en España no se conozca la historia de los países del norte de África, y critica lo que considera relativismo cultural practicado por activistas de izquierdas: “Ellos han decidido que esta es nuestra cultura, y así se quitan el problema de encima. Son unos racistas ignorantes”. En el origen del auge del islamismo sitúa a Occidente y la colonización. Según Hamido, los occidentales "han hecho todo lo posible para que los países árabes tengan el pie en el cuello" y consideran que "la democracia no es para ellos". En este esquema, la religión es un instrumento para conseguir esta sumisión.

Niñas de 8 años con velo

Tfarrah vive en el norte de España y tiene familiares que son salafistas. Nacida en un campo de refugiados en Tindouf (Argelia), esta saharaui vino a España por primera vez cuando tenía siete años. A los 21 tuvo que empezar a llevar el velo después de una visita a su tierra, y llegó a la conclusión de que se tenía que alejar de la familia para poder ser libre. Ha trabajado en Inglaterra, Mallorca y Madrid, y ahora cursa estudios universitarios de trabajo social. Tfarrah comenta el papel que Arabia Saudí tiene en el auge del salafismo: “Dan armamento a Marruecos, además de dátiles para el Ramadán e imanes para impartir la religión en el Sáhara. Lo notamos mucho: en las escuelas ves a niñas de 8 años con velos, cosa que nosotras no hemos tenido que pasar”.

Animada por el éxito de Conciencia Feminista, espera que esta sea una plataforma que cumpla varios objetivos. El primero, difundir los problemas a los que se enfrentan las personas que intentan apostatar del islam –un delito castigado con la muerte en Catar, Somalia, Malasia, las Maldivas, los Emiratos Árabes Unidos y el Yemen–. El segundo, ser un punto de apoyo para las mujeres: “Cuanto más levantamos la voz más se nos acercan chicas que ni pensábamos que existían. Queremos que este sea un hogar, que tengan un lugar que quizás nosotros no tuvimos en su momento, que no piensen que están locas, que es lo que hemos pensado todas nosotras”. A Tfarrah la entristece que se haya creado un “ellas y nosotras” cuando se habla de las chicas musulmanas que llevan velo y las chicas criadas en entornos musulmanes que han decidido no llevarlo o abandonar la religión. Todas se enfrentan al racismo, aunque critica que a veces se tapen discursos como el suyo o el de otras mujeres laicas o ateas: “Las consecuencias no son iguales para quien escoge ponerse un velo que quitárselo. Yo si me quito el velo me repudia la familia, me alejo… y me encuentro igualmente con el racismo por mi color de piel”.

La primera manifestación

Amina era una de las más jóvenes de la manifestación. Tiene 24 años y asistía por primera vez a un encuentro de este tipo. Desde pequeña le habían dicho que “un cúmulo de gente era equivalente a un cúmulo de problemas”. Ahora explica que estar ahí significó mucho para ella: “Lloré mucho recordando todos los momentos en los que yo pensaba que nunca podría hacer esto”. Amina comenta que su familia la había educado para “tener un perfil bajo” y “no decir nada”. Levanta la voz para decir “¡Yo nunca he sido modesta!”, y ríe. No fue posible mantener sus ideas y mantener a la familia al lado, así que tuvo que salir. Amina nunca creyó en Dios. Rezaba por curiosidad, del mismo modo que leía el Corán para poder defenderse algún día de las críticas; no veía sentido a la idea de esperar al cielo para poder hacer todas las cosas que están prohibidas en la vida terrenal. Después, cuando se alejó de la religión, no recibió ningún apoyo familiar, en algún caso más por miedo que por falta de comprensión: “No es que no me entiendan, sino que no quieren que pase por eso. Son conscientes de la sociedad de la que venimos: se dedican a machacarte hasta que vuelvas al yugo”. Ante las acusaciones de haberse "occidentalizado”, Amina responde indignada: “Es como decirnos que no somos de aquí. Reivindico mi derecho a decir que soy catalana de pura cepa”. Actualmente trabaja en una tienda, donde prefiere que no la localicen. Una parte de su familia está “muy radicalizada”, motivo por el que les tiene mucho miedo. “Si vieran lo que hago, mi vida estaría en peligro. Yo sé cómo trabajan esta gente –hace una pequeña pausa –. Mi padre es de esta gente. No deseo a nadie una persona así en su vida”.

Lo que más la preocupa es ver a gente de su entorno con opiniones abiertamente homófobas, y cómo el salafismo facilita, lentamente, un exterminio cultural: “Hace poco unas conocidas marroquíes, chicas que se han educado aquí, me decían que a los homosexuales había que hacerles un exorcismo. Nuestra cultura no es el velo: es el té, son nuestros vestidos, la comida, los tatuajes de nuestras abuelas. Qué rabia que todo esto se esté perdiendo. En el futuro verán una cosa homogénea, todas tapadas, si es que se encuentran a alguna mujer por la calle”.

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