La serie de R. W. Fassbinder que convierte a un culebrón familiar en un arma de lucha obrera
El rescate de 'Ocho horas no hacen un día' nos permite recuperar una joya desconocida de la televisión
BarcelonaA principios de los años setenta, Rainer Werner Fassbinder descubre la filmografía de su compatriota Douglas Sirk, uno de tantos cineastas alemanes emigrado a Hollywood, donde destacó por sus sofisticados melodramas familiares, que reflejaban desde el exceso las contradicciones de América de los cincuenta. De gran éxito comercial, las películas de Sirk, sin embargo, habían sido menospreciadas por la crítica justo por su condición melodramática. Fassbinder, en cambio, queda fascinado por títulos como Escrito en el viento o Imitación a la vida. Este joven cineasta contestatario, que ya se estaba haciendo un nombre con films de una radicalidad estética y política innegociable, decide adoptar los recursos de un género tan popular y mal visto como el melodrama, que considera un arma muy eficaz para llegar al público sin renunciar a la perspectiva crítica. Son bien conocidas las muchas películas que rodó desde estas coordenadas, como Todos nos llamamos Ali (su remake de la sirkiana Sólo el cielo lo sabe). Más arrinconada había quedado una de sus propuestas más imprescindibles en este ámbito, la serie televisiva Ocho horas no hacen un día (1972-1973), que se restauró en 2017 y nos llega ahora dentro del ciclo que Filmin dedica al cineasta.
Fassbinder se propuso, ya desde el título, dirigir una serie familiar al estilo de tantas otras que se ven en televisión. En Ocho horas no hacen un día, seguimos los altibajos amorosos, laborales y vitales de los miembros de tres generaciones de una familia cualquiera en la Colonia de la época. Pero el director incorpora una visión bastante crítica con las políticas socioeconómicas en la República Federal de Alemania gobernada por Willy Brandt. Diferentes miembros de la familia tienen dificultades para encontrar un piso con un alquiler asequible, faltan guarderías públicas en los barrios populares, y se abordan también cuestiones como la violencia machista dentro del matrimonio o la xenofobia hacia los trabajadores extranjeros.
Hay dos arcos especialmente fascinantes. Jochen (Gottfried John), el hijo de la familia, trabaja como obrero especializado en una fábrica donde, junto con otros colegas, se organiza para conseguir diferentes reivindicaciones dentro de la empresa. Fassbinder plasma desde una visión optimista esa actitud de solidaridad obrera propositiva que se traduce en unas mejores condiciones de trabajo para todos. Por su parte, la abuela de Jochen, una mujer alegre y resolutiva, decide ocupar una librería pública abandonada para ofrecer al barrio la guardería que falta. La abuela también apuesta por la autoorganización cívica, además de por preceptos educativos que no estén basados en el rigor o la disciplina. El tono desenfadado, casi anárquico, de esta subtrama recuerda más a Pippi Långstrump que a ninguna otra obra del director de Las amargas lágrimas de Petra von Kant.
Parte de la crítica de izquierdas de la época renegó de esta serie de Fassbinder por su entrega sin reparos al melodrama familiar, por el optimismo con el que muestra las luchas de la clase trabajadora, y por la apuesta por una iniciativa popular que prescinde de sindicatos, partidos políticos e instituciones. La audiencia, con mayor criterio, la recibió encantada. Cabe destacar la labor como pareja protagonista de una radiante Hanna Schygulla y de Gottfried John, impecable como héroe franco de la clase obrera, con una masculinidad sin pulir pero nada agresiva, y un carisma que nos lo hace ver como la versión alemana de estrellas del free cine al estilo de Albert Finney o, sobre todo, Richard Harris.