Tonga, el archipiélago de los gigantes
En esta monarquía, donde el rey es muy querido, el gran problema es la obesidad. Tonga es el país más obeso del mundo y también uno de los mejores lugares para nadar con ballenas
Si quieres subir a uno de los aviones que cubre el trayecto entre los archipiélagos de Tonga, tienes que pasar antes por una báscula. Primero tienes que poner el equipaje. Y acto seguido te toca subirte a ti. Te sientes muy extraño, encima de una báscula, observado por un montón de gente. Un trabajador de la compañía de aviación, algo perezoso -puesto que los vuelos se elevan cuando todavía no ha salido el sol-, va apuntando el peso en un papel. Después hace una suma, se la muestra al piloto y hacen cálculos. Pagas por kilo. Si te has quedado corto al comprar el billete, te tocará añadir dinero. “Aquí la gente pesa mucho, así que no nos podemos pasar de peso. No te preocupes, tú eres pequeño”, bromea el piloto, un chico rubio que debe de ser australiano. Tonga tiene fama de ser el país con la gente más obesa del planeta.
Los paraísos no existen. Cada rincón del mundo, por muy bonito que sea, esconde su infierno, aunque sea en uno de los archipiélagos más bonitos del planeta. Y el gran problema de la gente de Tonga son ellos mismos: son demasiado gordos. Los habitantes de la Polinesia ya suelen ser gigantes por constitución. Durante siglos eran marineros y guerreros temibles. Por eso son tan buenos jugando a rugby, el deporte nacional que ha permitido a un país de apenas 120.000 habitantes jugar el Mundial cada cuatro años. Pero las últimas generaciones han ido adoptando un estilo de vida cada vez más sedentario. Ahora ya no salen al mar a pescar, ya no son guerreros, ya no se mueven tanto. Y cada vez comen menos fruta y verdura. Les encanta la carne y las patatas fritas. El resultado es que el 90% de la población está por encima del peso recomendado, según el ministerio de Salud local. Y la esperanza de vida ha ido bajando por culpa de la diabetes y otras enfermedades derivadas. En Tonga te sientes muy pequeño, rodeado de estos gigantes. Y cuando quieres coger un avión para volar de la capital, Nukualofa, hasta otra isla, te toca subir a la báscula. Es obligatorio. Algunos de tus compañeros de vuelo tienen problemas para subir tanto a la báscula como al avión. De hecho, si subir a la báscula es sorprendente, subir a los aviones de Real Tonga, la compañía local, da miedo. Son pequeños y viejos. Y, para acabarlo de adobar, cambian los horarios con una sorprendente facilidad. De repente, un vuelo que tenía que salir a las 8 de la mañana sale a las 6. Pero cuando llegas al aeropuerto nadie lo ha abierto, puesto que resulta que se ha decidido atrasar el vuelo un poco, sin comunicárselo a los pasajeros. Y te toca esperar en la calle.
Situado al otro extremo del mundo, para llegar a Tonga hay que volar cuatro horas desde Australia o Nueva Zelanda. Y una vez llegas a la isla principal, Tongatapu, te vas haciendo pequeño. Después de haber visto demasiadas películas, más de uno espera ser recibido por jóvenes musculados y bailarinas con una cintura preciosa moviendo las caderas. Pero no. Aquí te sientes como Gulliver llegando a Brobdingnag, el país de los gigantes. Excepto los edificios y los aviones, en Tonga todo es grande. También los escarabajos que corren por el suelo de un modesto hotel al lado del Palacio Real, donde un guía se nos ofreció a llevarnos de ruta por la isla más grande del país. Con una camisa de flores, insistió en hacernos probar una especie de bocadillo con carne de cerdo muy grasa. La carne era salada, puesto que los cerdos viven en libertad, alimentándose contentos por la playa. Los habitantes de la isla explican que fue el capitán Cook quien llevó los primeros cerditos a Tonga. Y se sintieron tan bien en su nuevo hogar que ahora son el animal más común en libertad. La mayoría, de hecho, no pertenecen a nadie cuando los encuentras en la playa o por la capital, donde el edificio más alto tiene apenas tres pisos. En Tonga por momentos piensas que no existen los problemas, ni para los ciudadanos, ni para los cerdos, puesto que no tienen depredadores.
Un monarca listo
Ni el Palacio Real, construido en madera en el siglo XIX, es nada del otro jueves. Desgraciadamente no se puede visitar, puesto que el rey pasa ahí la mayor parte de sus días. A diferencia de otros monarcas, el rey local no tiene muchas residencias, a pesar de que viaja bastante a Australia, donde viven miles de habitantes de Tonga que se marcharon a buscar nuevas oportunidades, que aspiraban a más. En Tonga tienes la vida resuelta. Pero si eres ambicioso, te puedes sentir atrapado.
A diferencia de otros estados polinesios, Tonga sigue siendo una monarquía. Ahora manda Tupou VI, que, claro, es un hombre gigante que ha ido modernizando algunas cosas de una sociedad muy conservadora. De hecho, gracias al nuevo rey, por primera vez Tonga ha tenido un ministro que no forma parte de una de las 33 familias ancestrales, las que siempre han cortado el bacalao. Tupou IV es descendente del rey Jorge Tupou I, el primero en convertirse al cristianismo poco después de haber unificado las 120 islas de Tonga bajo su mandato. Jorge Tupou I era un hombre listo. A diferencia de los otros monarcas de la Polinesia, entendió que hacer frente a los europeos sería un mal negocio, así que firmó un tratado con los británicos por el que pasaban a ser un protectorado. Es decir, él seguía mandando en el día a día, a pesar de que en el fondo quien decidía las cosas importantes era el cónsul británico. Fue una jugada clave para explicar la Tonga actual, puesto que, a diferencia de los estados vecinos, como Fiji o Samoa, aquí pocas cosas han cambiado.
Por ejemplo, casi toda la tierra pertenece al rey, que por tradición garantiza a su gente que tendrán acceso a un sistema de salud pública gratuito, educación gratuita hasta antes del instituto y algunas becas al extranjero para los buenos estudiantes. Y, por encima de todo, el rey garantiza una casa para todo el mundo cuando se casa y un trozo de tierra para cultivar. Es su regalo de nupcias. La casa no es tuya, pero sabes que podrás vivir en ella toda la vida. De hecho, los extranjeros tienen prohibido comprar tierras de Tonga, motivo por el que ninguna gran cadena de hoteles ha destrozado el paisaje con edificaciones gigantes. Se trata de un país con muy pocos hoteles, casi todos en la capital, donde alguna empresa australiana sí ha conseguido permiso para tener un hotel moderno, pero pequeño, que no haga daño a la vista. Cuando vas a las islas, en cambio, puedes dormir en alguna casa familiar en los cascos urbanos, pero lo mejor es hacerlo en cabañas delante del mar gestionadas por extranjeros que han conseguido un permiso para poder administrar durante unos años un territorio, normalmente una pequeña isla que no estaba habitada. La tradición ha permitido mantener vírgenes muchas islas. Y convierte a Tonga en uno de los parajes más bonitos del mundo, a pesar de que si buscas un hotel con todas las comodidades, te equivocas de destino. Lo más normal en las cabañas es no tener internet o electricidad muchas horas.
El rey más querido
Con este sistema, nadie duda del rey. De hecho, te pone a prueba a ti mismo, puesto que te encuentras justificando una monarquía que ha conseguido preservar las tradiciones y los paisajes de uno de los países menos contaminados del planeta. No hay fábricas, no hay muchos coches. De hecho, no hay ni semáforos. No había visitado nunca antes un lugar en el que el monarca fuera tan querido. Su fotografía está en todas partes y cada año se produce una cerveza en su honor para recordar la fecha de su coronación. Cuando les insinúas que vienes de una monarquía corrupta y la criticas, se echan las manos a la cabeza. De hecho, no es lo único que te hace sentir diferente. En Tonga, donde todo el mundo es profundamente cristiano y las misas cantadas son preciosas, la homosexualidad está castigada con 10 años de prisión. Tampoco es buena idea proponer un debate sobre si existe Dios. No por miedo a perderlo, sino porque no es buena idea hacer enfadar a uno de estos gigantes que normalmente han jugado a rugby. Una vez dejan de jugar, van engordando más y más, a pesar de que el gobierno ha iniciado hace poco un plan para intentar frenarlo: pone impuestos a muchas comidas que llegan de fuera y explica en las escuelas que hay que comer mejor.
Tonga es uno de esos rincones del mundo donde la población muchas veces ya ni valora lo que un turista busca. Tienen tantas playas sin gente, tantas islas preciosas y tanta fauna, que prefieren llevarte a uno de los pocos monumentos ancestrales que tienen, a pesar de que no sea nada del otro jueves. Pero para ellos es importante, puesto que los conecta con el pasado. Con sus raíces, con sus antepasados. Al lado del monumento, unas jóvenes estudiantes te intentan vender perlas tan bien de precio que piensas que deben de ser falsas. En realidad, una de las cosas buenas de vivir en un paraje como este es que del mar salen ostras muy grandes, perlas y unos saltamontes deliciosos para cenar.
Con el paso del tiempo, sin embargo, los ciudadanos locales han aprendido que los turistas llegan a Tonga buscando conectar con las ballenas. Y muchos viven de esto. De julio a septiembre, el archipiélago de Vava’u tiene fama de ser uno de los rincones del planeta donde es más fácil nadar entre ballenas jorobadas. Vava’u, cosas de la vida, perteneció a España durante unos años, puesto que el capitán Cook, cuando estuvo por aquí, inicialmente decidió no anclar en estas islas porque no encontró un buen puerto. Así que el primer europeo en desembarcar fue el capitán gallego Francisco Mourelle de la Rúa en 1781 y proclamó que formaban parte de la Corona de España. Unos años más tarde, en 1793, llegaría el navegante italiano Alessandro Malaspina, que lideraba una expedición en nombre de la propia Corona, para reafirmar que estas tierras formaban parte del Imperio. Mourelle de la Rúa, nacido en un pueblecito coruñés, y Malaspina, que venía de una población de apenas 150 habitantes de la Toscana, navegaron meses y meses hasta este paraíso. Siempre me ha provocado curiosidad imaginar cómo vivía la población local la llegada de aquellos marineros que se creían con el derecho de decidir que su casa pasaba a ser parte de un Imperio tan lejano. Del mismo modo, los británicos las acabaron haciendo suyas cuando Cook volvió por la zona, puesto que los españoles tampoco dejaron a nadie para que defendiera aquellas nuevas propiedades. En el siglo XIX ya sería muy habitual que balleneros británicos llegaran a la zona para matar las ballenas que ahora atraen a turistas.
Nadar entre ballenas
Después de un largo viaje, las ballenas llegan a estas aguas para pasar unos meses con sus crías, acabadas de nacer. Lo hacen desde hace tantos años que los guías ni dudan que se las encontrarán. A pesar de que no siempre pasa. Yo pasé algunas horas en la nave de un norteamericano disfrazado de pirata del siglo XIX que llevaba unos cuantos años viviendo en Tonga, y tuve que oír sus tacos, porque no las encontró. Fue frustrante. Por suerte, el segundo día tuvimos suerte. El problema es que te toca saltar a las aguas del océano Pacífico. Y algunos ya sufrimos en una cala de la Costa Brava para tener que nadar contra estas corrientes. “Saltaremos unos metros por delante de su trayectoria, así vendrán hacia nosotros, pero estad atentos a los movimientos, por si cambian de dirección”, gritaban los guías, dos chicos que de tanto nadar no habían tenido tiempo de engordar. Al contrario, tenían un cuerpo perfecto. Nos acompañaban dos jubilados australianos. Y, evidentemente, dentro del agua los dos guías nos tuvieron que arrastrar, con un flotador atado a una cuerda, para poder llegar a las ballenas, puesto que no teníamos suficiente fuerza. Los abuelos australianos, en cambio, ya estaban del todo contentos junto a estas fascinantes criaturas. Si algo he aprendido con el tiempo es que nadie nada tan bien como los australianos, un país donde nadar en el océano cada mañana, antes de ir al trabajo, es tan normal como hacer pilates en Barcelona. El océano Pacífico no tiene nada de Pacífico si vienes de Sabadell. Para las ballenas, por suerte, es un lugar seguro. Han aprendido que ya no serán atacadas por ningún ballenero, porque el gobierno de Tonga lo ha prohibido. Y dejan que te acerques mucho. Durante la pandemia, sin turistas, las ballenas se han dejado ver más que nunca, explican los habitantes locales. Debe de haber sido emocionante.
Tonga consigue ser lo que muchos buscamos cuando sueñas un viaje. Un lugar donde puedes olvidarte del resto del mundo, donde muchas veces no tienes conexión y donde muchos ciudadanos locales, cuando les dices que vienes de Barcelona, no la saben situar en el mapa. Y tampoco saben quién es Messi. Ahora, charlando un poco, recuerdan que un primo segundo jugó a rugby en la Santboiana. Un archipiélago sin grandes hoteles, sin pulseritas, sin discotecas. Donde realmente estás conectado con la naturaleza, porque no hay casi ninguna otra opción cuando sales de la isla principal. Te toca dormir en cabañas delante del mar donde, con suerte, a pocos metros, puedes ver una ballena nadando. Tonga es un paraíso lejano que te cambia tanto las ideas que por unos días puedes llegar a ser monárquico. Solo unos días y no mucho, ¿eh? Un país de gigantes donde te sientes pequeño tanto en tierra como dentro del agua. Y, de vez en cuando, sentirse tan pequeño es una buena idea. Cuando miras a los ojos de una ballena de cerca, te olvidas de todos los problemas. Y piensas que, a pesar de todo, este planeta es maravilloso.
Ahora mismo no se puede ir. Los vuelos que conectan el Reino de Tonga con Australia y Nueva Zelanda hacen servicios semanales, pero solo para personas con pasaporte de Tonga y con familiares en el país.
El ritmo de vacunación es relativamente bajo, a pesar de que, gracias al hecho de haber cerrado fronteras, no se han registrado grandes oleadas de positivos entre la población. La idea del gobierno es abrir las puertas al turismo antes de Navidad, cuando confían en que el número de vacunaciones en Australia, de donde les llega casi todo el mundo, ya será muy alto.
Se puede pedir un visado especial por motivos laborales.