Varados con el fracaso de PISA
Los últimos resultados de las pruebas PISA, tan desastrosos para Catalunya, siguen pesando como una losa en el sistema educativo y en el ánimo de profesionales y familias. No salimos del bucle. Hace demasiados meses que le damos vueltas sin que se acaben de tomar medidas concretas, valientes y efectivas, más allá de análisis genéricos, listados de buenas intenciones y planes pilotos. Instalados en el ir haciendo, migramos entre el derrotismo y el relativismo. No es sencillo, evidentemente. ¿Pero es tan difícil? Dado que las causas son complejas y multisectoriales, a la hora de encontrar soluciones no se quiere señalar ni cargar el peso sobre nadie, no sea que se hirieran susceptibilidades. Es algo como lo que ocurre con la evaluación de los chicos y chicas: ¡alerta!, que si somos muy duros todavía se frustrarán. El problema es que la sobreprotección también acaba generando frustración, que en el caso de PISA se proyecta sobre el conjunto de la comunidad educativa.
Los vaivenes de los últimos tiempos no han ayudado. El anterior conseller de Educació, Josep González-Cambray, entró como un caballo siciliano, sacudiendo el tablero de juego. La actual consejera, Anna Simó, ha dado marcha atrás en decisiones clave como el calendario con el objetivo de pacificar las protestas de los docentes. Pero lo más caliente sigue en el fregadero. Los meses pasan, un nuevo curso todavía su final, los chicos y chicas crecen. Y los resultados no mejoran. En el mejor de los casos, se estancan. El desconcierto sigue. Ni se han realizado cambios estructurales o pedagógicos ni tampoco se han corregido las desigualdades que lastran el sistema, en especial la segregación. ¿No hay suficiente valentía?
Sin duda, todo el mundo tiene una parte de responsabilidad a la hora de hacer mover las cosas: maestros, alumnos, padres y, por supuesto, responsables políticos, que son los que deben coger la batuta. Si nadie se mueve, todo va a seguir igual. En un entorno tan dinámico, no actuar supone ir para atrás. Sin transformaciones, sin cambios, sin iniciativas palpables, resultará difícil superar los déficits acumulados. Si se quiere encontrar un camino de salida, no hay más remedio que tomar decisiones aunque sean incómodas. Aunque exista riesgo de equivocarse.
El hecho de que no se hayan podido aprobar unos presupuestos expansivos que habrían comportado más recursos para el sistema sin duda es un hándicap. Al igual que la entrada en período electoral. Uno y otro factor dificultan que se tomen iniciativas sin miedo y que a la vez se hayan buscado consensos. Lo que de momento se ha puesto en marcha –la concreción de los aprendizajes básicos, la mejora de las matemáticas y la comprensión lectora– es correcto, pero no nos sacará del agujero. Más que nada por la poca concreción en la ejecución. Una ejecución que, por otra parte, quedará en manos del próximo gobierno, que probablemente optará por volver a empezar. Éste es otro problema: la falta de continuidad de las políticas públicas en temas primordiales. Y la crisis educativa es uno de ellos. Tantos gobiernos, tantas leyes y tantos nuevos planes. En este caso, ésta es una queja razonable de los docentes. Todo el mundo tiene razones, pero unos y otros se anulan. Y la conclusión es decepcionante: seguimos atascados con el fracaso de PISA.