En 2026 Europa se la juega
El aviso venía de lejos y hacía referencia a cosas tan heterogéneas como el Brexit, las revueltas campesinas, el delirio burocrático, la inexistencia de una política migratoria sostenible y el liderazgo puramente administrativo (en el mejor de los casos) o decorativo (en el peor). Al final, la temida palabra: decadencia. Forma parte de un juicio de valor, pero también de una realidad objetiva y cuantificable que va de la demografía a la productividad, pasando por la obsolescencia tecnológica y otras muchas cosas. Las que trataré de explicar en este papel, siendo consciente de que me dejo unas cuantas en el tintero, hacen pensar que el año 2026 puede ser un punto de inflexión en la viabilidad, incluso a medio plazo, de la Unión Europea. Hay, al menos, tres elementos a subrayar.
El primero y más relevante está relacionado con la defensa y la seguridad. Esto no es una opinión mía: el refuerzo de las capacidades militares es percibido desde la propia Unión como el principal reto para el bienio 2026/2027. Implica inversiones inauditas que, obviamente, tendrán que salir de algún sitio. Aparte de la fraseología típica de Bruselas, es evidente que todo ello afectará a ciertos valores fundacionales y algunas líneas rojas relacionadas con las políticas sociales. Todo esto va más allá, mucho más allá, de las consecuencias directas de la recomposición de la antigua URSS, incluida la invasión de Ucrania: lleva a un profundo replanteamiento del ideario de la Unión. Por muy bien enlucido que se venda el producto, mucha gente no estará de acuerdo. Además, Putin dispone de aliados en el seno de Europa, partidos políticos que, siendo minoritarios, gozan de una presencia mediática manifiestamente desproporcionada. La disyuntiva también tiene que ver, por supuesto, con Estados Unidos y el desorden internacional —la groenlandización— que promueve Trump pro domo sua. La nueva URSS y China intentan reescribir el mismo desorden a su manera, y lo hacen, por lo general, con una risita malévola hacia la Europa decadente. El principal argumento de Putin no es, ni puede ser, su propio peso (a pesar de su extensión, Rusia tiene un PIB irrisorio) sino la decadencia de los demás. Por eso siembra desavenencias en el seno de la Unión, asumidas con entusiasmo por los más burros de cada casa.
En segundo lugar, la Unión trata de mantener la competitividad en un contexto de transformaciones tecnológicas y tensiones geopolíticas derivadas de estos cambios, pero lo hace con parámetros de otros tiempos. Las instituciones europeas han fijado como prioridad para 2026 el impulso de la competitividad y la simplificación de las sobreregulaciones que paralizan literalmente la actividad económica de muchos sectores. La Unión ha acabado consolidando, de hecho, un régimen específico: el de la burocracia moralizadora, es decir, asociada a premios y castigos individuales y colectivos (subvenciones y sanciones, respectivamente). Esta actitud se ha mostrado totalmente ineficaz a la hora de resolver problemas existentes o prevenir futuros. Ahogar a los campesinos con impresos electrónicos, por ejemplo, ¿de qué ha servido?
En tercer lugar, el desarrollo –a la fuerza acelerado y medio improvisado, pero a la vez inevitable– de la inteligencia artificial generativa y de otras tecnologías asociadas a la digitalización implica reescribir el equilibrio entre innovación y regulación, que en el caso de la Unión suele traducirse en burocratización compulsiva, sobrelegislación y somnolencia. El 2026 será clave para empezar a negociar el nuevo marco presupuestario 2028-2034. Habrá, a la fuerza, tensiones entre prioridades como defensa, transición ecológica, inmigración y apoyo económico en Ucrania. La idea de que nadie saldrá perdiendo resulta simplemente ridícula.
Comprendo que el lector piense que me he olvidado de algo grande: el ascenso imparable de la extrema derecha en la mayoría de países de Europa (y del mundo). La tengo muy presente, pero prefiero plantearla en forma de pregunta, y no por hacerme lo interesante, sino porque no tengo clara la respuesta. La disyuntiva es la siguiente: ¿la pujanza del extremismo de derechas es la causa o la consecuencia de ciertos planteamientos de la Unión Europea referidos, entre otras cosas, a las políticas migratorias, ambientales o de género? La cuestión no va dirigida a los adictos a las tertulias histéricas de uno u otro color. Tampoco a quienes habitan redes sociales que promueven actitudes primarias y medio dementes –la respuesta ya la tienen en la recámara mental– sino al personal que todavía lee, sabe escuchar y distingue matices entre el blanco y el negro. A todos ellos, el autor de estas líneas desea un buen año.