El acuerdo de los traidores

Decía Javier Cercas en Anatomía de un instante que la transición española –sus límites, más precisamente– fue el resultado de un pacto entre dos traidores. Uno, Santiago Carrillo, líder del PCE, comunista, rupturista, que por sentido de estado aceptó la monarquía y el proceso de reforma pactada, de la ley a la ley. El otro, Adolfo Suárez, el cachorro falangista que desmontó el régimen desde dentro. Cercas infería, de este acuerdo a dos, que los cambios en profundidad solo se pueden hacer desde la alevosía; es decir, solo los pueden llevar a cabo personas capaces de realizar renuncias ideológicas fundamentales. Esto requiere un cierto coraje, hasta el límite de la temeridad. Suárez acabó solo, y un golpe de estado fracasado a medias resituó los límites de lo posible en la España de 1981.

La actual política española vuelve a estar en manos de dos traidores. Uno, Pedro Sánchez, caricaturizado en España como un oportunista que vende la unidad de la patria para satisfacer la voracidad de los independentistas catalanes. El otro, ERC, estigmatizada en Catalunya como una madriguera de botiflers que han renunciado al sueño de la plena soberanía para abrazar un gradualismo estéril y desmovilizador. La alianza entre socialistas y republicanos, en Madrid y en Barcelona, hace que unos y otros se consuelen mutuamente por su condición de traidores, por los reproches que acumulan por parte de los respectivos defensores de la pureza, que se encuentran también dentro de sus propias filas.

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La cuestión es si ese nuevo pacto entre traidores tiene un objetivo tan ambicioso como el que perseguían Suárez y Carrillo en 1978. Si alguien aspira a una segunda transición, o si se trata de un entendimiento superficial y táctico, de resultados forzosamente limitados. Si es el segundo caso, la traición quizá no valga la pena, especialmente para ERC, que en vez de ampliar su base ha perdido hasta la camisa y necesita con urgencia un buen argumento para justificar su apuesta negociadora. De hecho, también lo necesita Pedro Sánchez, para apuntalar su primacía y la de Salvador Illa. Pero su posición de fuerza, aquí y allá, le permite administrar los tiempos y expectativas.

En 1977 Adolfo Suárez, tras las elecciones que en Catalunya dieron una amplísima mayoría a los partidos catalanistas, tuvo la osadía de restaurar una institución republicana –la Generalitat de Catalunya– pasando por encima de la legislación vigente. Y lo hizo ante el asombro de un ejército lleno de franquistas, habituados a meterse en política. ¿Por qué cometió esa “traición”? Porque entendió que sin resolver la cuestión catalana se ponía en riesgo el frágil edificio de la transición. Si Sánchez hubiera sido igual de audaz hace unos años, después de tres mayorías absolutas independentistas habría propuesto (como fugazmente defendió el PSC) un referéndum de autodeterminación en el que los catalanes pudieran elegir entre la independencia o un nuevo estatus político, singular, dentro de una España reconfigurada.

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Si el PSOE no hizo esto en los momentos álgidos del Procés, es aún más improbable que lo haga ahora, con su posición dominante en Catalunya, después de que el PP le hiciera el trabajo sucio de reprimir y descabezar el independentismo. No: el acuerdo entre traidores se limita, de momento, a la cuestión de la financiación, que, siendo de gran importancia, para el soberanismo catalán no es más que una meta volante. Si Pedro Sánchez no puede, o no quiere, asumir este desafío, hacer lo mismo que Suárez hizo con Tarradellas –esto es, reconocer la singularidad nacional de Catalunya, le pese a quien le pese–, ERC se sentirá lógicamente estafada. Y como ya no tiene nada que perder, lo normal es que rompa la baraja. Al fin y al cabo, el papel de traicionado siempre es más rentable que el de traidor.