A primera hora del día, por los conductos reglamentarios, se daba a conocer la noticia del acuerdo de gobierno entre el PSOE y Sumar, que no por previsible dejaba de ser un paso necesario para seguir con la parte difícil del acuerdo, los equilibrismos con los independentistas vascos (que negocian desde su habitual silencio) y los catalanes (que se pasan el día gesticulando y haciendo revuelo). El PP enseguida reaccionó con un tuit en el que intentaban hacer gracia sobre la "sorpresa" que les producía un acuerdo "contra todo pronóstico". En la misma línea lúdico-humorística, alguien dentro del PP ironizó sobre “la capacidad negociadora de Yolanda Díaz”, etc.
Siguiendo en el mismo tono benhumorado, se les podría replicar que al menos éstos llegan a acuerdos porque tienen con quien intentar hacerlos. Al PP solo le queda como interlocutor la extrema derecha, y todavía los acuerdos de gobierno que suscriben con ellos se engrosan fuerte a los cien días de aplicarlos, como sucede en Baleares. La naturaleza antipolítica de Vox, las urgencias de caja del PP y la base ideológica ultranacionalista de ambos partidos (explícita en el caso de Vox, mal disimulada en el del PP) son puntos de partida muy deficientes para cualquier idea de gobernanza.
El acuerdo entre el PSOE y el que ahora parece ser su socio natural, Sumar (los mismos que ahora proclaman esto decían no hace tanto tiempo que el socio natural, y aún ideal, del PSOE, era Ciudadanos), tiene como a medida estrella la reducción de la jornada laboral, que suele ocurrir con las grandes medidas, es ahora mismo más un anuncio que otra cosa, que habrá que ver qué forma exacta acaba tomando. Algo parecido ocurre con la oficialidad del catalán en Europa, que habrá pasado por el Consejo de Asuntos Generales de Luxemburgo de este martes sin frío ni calor. A la espera de ver cómo acaba, debe reconocerse el esfuerzo que pone el ministro español de Exteriores, José Manuel Albares, en un cometido para el que se le ve voluntarioso, pero inseguro: es lógico, porque el estado español no tiene ninguna práctica, en la defensa de su diversidad cultural y lingüística, ni en el exterior ni dentro de sus fronteras. Al contrario, tiene una larga y profunda tradición y experiencia en la tarea de combatirla e intentar ponerle fin. De modo que hay que pedirle a Albares, y (si llega) al nuevo gobierno que presida Pedro Sánchez, constancia y perseverancia en esta nueva línea de actuación. La que ya se ha abierto con el uso de las lenguas oficiales en el Congreso va en la buena dirección, y ahora deben saber y querer y osar poder seguir recorriendo el camino abierto. Mientras, las campañas en positivo desde aquí, como las de Plataforma por la Lengua u Ómnium, hacen acertadamente la presión social que debe ejercerse para que los gobernantes recuerden que la dignificación de la lengua catalana es una demanda real. En cuanto a los dirigentes europeos, seguro que saben que negarse a la oficialidad del catalán es una manera segura de agrandar la intersección, ahora pequeña, que junta el independentismo con el antieuropeísmo.