El nuestro es un país donde, si se presta atención a los detalles, se puede llegar a comprender lo que se observa. Ahora bien, si uno se aleja y contempla el conjunto, entonces no entiende nada. Es fascinante. Completamente opuesto a la idea de impresionismo. Yo creo que esta realidad es fruto del individualismo y de la tendencia irrefrenable a actuar de forma errática. Puede ser que sea la razón que dificulta la aparición de gente con una visión global del país. Muy pocos catalanes han sido capaces de contemplarlo todo, comprender el conjunto y no echar a correr. Cuando esto ha tenido lugar, hemos sido bien gobernados.
Ahora toca el aeropuerto. Un tema que, igual que el magreado Corredor Mediterráneo, adquiere protagonismo de forma recurrente y errática. Y que siempre acaba exactamente en ninguna parte. A raíz de la propuesta de ampliación del aeropuerto, observo que el nivel de disparates que se están publicando adquiere dimensiones bíblicas. Estudios que predicen cómo crecería el PIB, los puestos de trabajo que se crearían, etc. Este columnista no es especialista en infraestructuras aeroportuarias. Pero es usuario frecuente y practica la lógica observadora que ofrece viajar. No formo parte de ninguna de las tendencias que se oponen a la ampliación de El Prat. Pero sí que me atrevo a decir que, antes de hacer nada, convendría plantearnos algunos temas. Nos gusta demasiado la obra nueva. Gastar en aquello que quizás no es realmente necesario y aprovechar poco aquello que ya existe.
Entro en un supermercado de Doha y observo que la mayoría de productos que puedo comprar en Catalunya están también al alcance del público catarí. Son exactamente los mismos tomates, pepinos, pimientos, etc., pero con precios exorbitantes. Muchos provienen de Catalunya. Aun así, en la mayoría figura como origen los Países Bajos. Pregunto a un importador local (que es italiano) y también a algunos de los agregados comerciales de la embajada qué está pasando. Todos me responden lo mismo: no hay sistema de carga aeroportuaria eficiente desde Barcelona –en general, desde ningún lugar de España–. Por lo tanto, los productos frescos tienen que viajar a Schiphol (Ámsterdam) y de allí a Doha. Triste realidad.
Actualmente salen de Barcelona diariamente dos enormes aviones hacia Doha. Cuando las vacas gordas –quiero decir, sin pandemia– salían tres. Deduzco que, como ya es habitual, optamos por lo más fácil. Aquello que nos ha traído al turismo poco deseado. El aeropuerto de Barcelona se ha especializado en viajeros. Una cantidad enorme de personas. Pero el volumen es de suflé. Las barrigas de los aviones viajan vacías. Y el cargo es un negocio logístico importantísimo para las empresas de aviación. Y tendría que serlo para el país. No parece que lo queramos entender.
Contemplo el mapa y veo que Barcelona tiene tres aeropuertos internacionales a menos de cien kilómetros. Un hecho único en el mundo dadas las dimensiones de la ciudad y del país. Barcelona recibe una cantidad excesiva de turistas low cost. Si este aeropuerto está saturado, parece que lo más adecuado sería desviar pasajeros hacia los aeropuertos de Girona y Reus –recuerden que, hace unos años, ya iban, y fueron deslocalizados en favor de El Prat–. Una conexión de estos aeropuertos con la línea de alta velocidad que va hacia Barcelona sería una cosa útil, pienso. En el año 2019 el ministro Ábalos firmó el acuerdo de conexión ferroviaria con el aeropuerto de Girona. ¿No interesa hablar de ello ahora? ¿Por qué?
Esta recurrente actitud de pensar que una actuación puntual de gasto nos sacará de pobres, y nos hará sabios, acostumbra a contar con una gala puntual de aquello que nuestra prensa denomina “fuerzas vivas” –la mayoría ya amortizadas, más muertas que vivas–. Si, por coletilla, se utiliza este calificativo para describir una pandilla de organizaciones la mayoría de las cuales viven arrimadas al poder regulador, la cosa se vuelve grotesca. Son encuentros de escasa amenidad y de insolvencia contrastada. Nunca he visto que tuvieran resultados positivos para el país –sí para los individuos–. Y es que en Madrid saben que ante una autoridad del gobierno español, a todos estos se les ablanda el morro. El altavoz mediático ya lo conocemos: el periodismo al baño maría que practica La Vanguardia.
En toda Europa las estaciones de tren antiguas se mantienen reformadas y están operativas. En toda Europa menos en Catalunya, claro, donde se ha optado por convertirlas en aquello que los políticos, cuando quieren practicar el populismo, denominan “equipamientos”. Supongo que los intereses particulares y la corrupción favorecen la obra nueva. El caso es que nunca optimizamos lo que tenemos. Es una impresión personal, pero me temo que ahora estamos, una vez más, ante una oportunidad para demostrar a diestro y siniestro que no acabamos de aprender nunca.
Xavier Roig es ingeniero y escritor