La alerta por la cepa británica nos deja una lección
El aviso lo lanzó el Reino Unido el sábado. En 24 horas pasaba de medidas laxas para celebrar la Navidad a un confinamiento total en Londres y el sudeste del país debido a la velocidad de propagación de una nueva cepa del covid-19 que, según apuntan los expertos británicos, es un 70% más rápida. Ayer fueron los Países Bajos, Bélgica e Italia los que dieron la alerta continental cortando las comunicaciones con el Reino Unido. Alemania, Francia y España instaron a la Comisión Europea a tomar una decisión común de urgencia, y la reunión será hoy por la mañana. Y, claro, Austria, Bulgaria, Luxemburgo, Irlanda y las mismas Alemania y Francia decidieron también meter la directa y cortar comunicaciones. Desde Catalunya, la consejera Vergés apresuraba España a actuar rápidamente, pero Madrid se limita a “reforzar las pruebas PCR en los aeropuertos”.
Antes de estos movimientos, prácticamente en cascada, solo Dinamarca había admitido haber detectado en territorio propio un positivo coincidente con la nueva cepa. Después aparecerían en los Países Bajos y en Italia, dentro de la UE. Y, eso sí, Londres anunciaba un máximo de 36.000 nuevos positivos en 24 horas (récord desde que se declaró la pandemia). Los expertos aseguran que es demasiado pronto para determinar los efectos reales de la nueva cepa, a pesar de que hay consenso en que, efectivamente, la velocidad de propagación es más alta.
En definitiva, en poco más de 48 horas se ha pasado de tratar de ofrecer flexibilidad para pasar la Navidad gestionando las recomendaciones de los expertos en salud pública y epidemiólogos, con unos datos per se ya bastante alarmantes, a correr para blindar el continente del Reino Unido y evitar que se extienda la nueva cepa del virus cuando la comunidad científica todavía no tiene clara mucha información. De ir por detrás de los expertos a querer ir por delante.
No es necesariamente malo. Una cosa es gestionar (con más o menos acierto) unos datos que responden a una lógica previsible y otra es afrontar una novedad inesperada que puede deshacer aquella lógica. En realidad, la reacción a la nueva cepa británica es una constatación más que en esta crisis por la pandemia intervienen muchas variables que son volubles. Es un juego de contrapesos en constante movimiento. La misma evolución de la enfermedad, el adelanto en el conocimiento científico que se tiene de lo que ha pasado o de lo que puede cambiar, los efectos en la actividad económica, la crisis social, las capacidades de gestión de la salud pública...
Lamentablemente, hay dos constantes: el dolor que causa el covid-19 y las dificultades de la sociedad en general para saber qué se puede hacer en cada momento. Y quizás una gran lección que podemos sacar de lo que se ha vivido con la variante del virus detectada en el Reino Unido es cambiar la pregunta: que no sea tanto qué se puede hacer, en el sentido de rebuscar en la normativa para encontrar una rendija, como qué se debe hacer. La alarma no se encendió porque la cepa sea más maligna, que no se sabe, sino por su velocidad de propagación, que es lo que la hace más difícil de parar y de controlar. El foco, y no dejan de repetírnoslo los expertos, es en la interacción social. Una vez más, tomemos conciencia.