No sólo hay una fiebre con Ozempic, sino que la patente del medicamento expirará en breve y versiones genéricas mucho más asequibles llegarán a nuestras vidas. Esto va más allá de una buena noticia para los diabéticos o para los que lo toman para adelgazar: según muchos estudios, los agonistas del receptor GLP-1, que es el nombre técnico de la cosa, reducen el consumo de alcohol, cocaína y tabaco entre los adictos, previenen ataques de corazón, están asociados con un riesgo menor de varios de la artritis e incluso podrían ralentizar la pérdida de memoria asociada al Alzheimer. Pese a que el entusiasmo y los intereses económicos deberían hacernos desconfiar, existen indicios para hablar de un medicamento milagroso.
Pero claro: al escepticismo sano que todos deberíamos tener quiero añadir un reportaje triste con el que he topado esta semana. En "Matrimonio y sexo en la era de Ozempic", la periodista del New York Times Lisa Miller hacía una pregunta a los lectores del diario, especialmente para parejas en las que uno de los dos miembros hubiera hecho el tratamiento y el otro no: "¿Podría explicar cómo un medicamento como Ozempic y la posterior pérdida de peso han cambiado su relación?"
Y aunque repasa muchos casos, Miller se centra en la historia de una crisis: un hombre y una mujer que después de divorcios respectivos se encontraron a la mediana edad dentro de una relación centrada especialmente en torno a los placeres compartidos. Comían, bebían y tenían relaciones sexuales a raudales, hasta el punto de que esto se convirtió en un rasgo de su identidad que les gustaba lucir y les hacía contentos. En la casa que se construyeron para vivir juntos se hicieron una nevera especial para vinos en medio del comedor.
Todo maravilloso hasta que ella, que siempre había tenido algo de sobrepeso, ganó tanto que se disgustó y empezó un tratamiento para adelgazar con Ozempic. Y al cabo de un tiempo había perdido veinticinco kilos, pero también el interés por los excesos: apenas bebía y cumplieron más de un año sin relaciones sexuales. El objetivo del reportaje no era científico –señalar efectos secundarios estrictamente fisiológicos del medicamento–, sino hablar de dinámicas psicológicas y simbólicas, es decir, de cómo nuestra vida puede cambiar si cambia la percepción que tenemos de nosotros mismos en este tipo de procesos de adelgazamiento, de lo que ocurre si cambiamos un guión vital lleno de hedonismo por un pleno de hedonismo. La historia acababa con él añorando el cuerpo de ella y diciendo "Todo es una mierda", y ella teniendo clarísimo que haber perdido peso le da una soberanía a la que no quiere renunciar: "Aún creo firmemente que ésta es una de las mejores cosas que he hecho para mí misma".
Es imposible no conectar este caso con el auge del culto a la salud contemporáneo: las suscripciones al gimnasio no paran de crecer, el índice de consumo de alcohol no deja de bajar, la gente joven tiene menos relaciones sexuales, el tabaco quiere prohibirse en espacios públicos, etcétera. Ocurre que nuestro clima cultural define salud de una forma muy determinada que, sin querer politizarlo, creo que vale la pena llamar capitalista. Es la salud entendida como una promesa de satisfacción en el futuro a cambio de encadenar sacrificios en el presente; la idea de que la felicidad plena es posible si acumulamos ganancias suficientes para la empresa que somos nosotros mismos.
La novedad que veo en todo esto del Ozempic es que, tradicionalmente, la moderación era vista como la clave para la libertad, que la tarea espiritual por excelencia era mantener a raya ciertos excesos que nos hacen perder la cabeza, como deseos desatados de fama, de riqueza o de placeres. Sin embargo, hoy podemos hablar sin duda del riesgo de una esclavitud de la moderación y de una falta de herramientas culturales para dar sentido a los excesos. Contra un cierto cliché que ve la reivindicación del alcohol, la fiesta y el riesgo como una proclama cuñada e individualista, la realidad es que defender un espacio de resistencia frente al mandato de optimizarnos puede ser una forma de proteger un interés colectivo.
Porque, más que elegir entre moderación y excesos, se trata de reconocer que lo que hace la vida vivible siempre es un exceso: preocuparnos por los que amamos más que por nosotros mismos, dedicar una cantidad excesiva de horas y recursos a una pasión, juntarnos con un puñado de desconocidos para intentar cambiar las desconocidas para intentar cambiar las cosas. De hecho, la obsesión por la salud es en sí misma una especie de exceso que mantiene a tanta gente enganchada justamente porque podemos implicarnos como una causa que nos pide grandes sacrificios. Sin embargo, la gran diferencia es que algunos excesos nos confrontan con el reconocimiento de nuestra finitud, mientras que otros se basan en ignorarla y hacernos creer que podríamos trascenderla. Solo los primeros nos liberan.
Ni que decir tiene que todo esto de llegar a aceptar la finitud es muy difícil, y que la libertad de la que hablo tiene un punto agridulce. Es aquella mezcla de alegría y pena que aparece cuando consideramos las joyas de la vida junto a su naturaleza imperfecta y transitoria, que no es casualidad que encuentre su sitio en el tipo de cenas en las que nos juntamos con las nuestras y siempre acabamos comiendo, bebiendo y alargándonos un poco más de lo razonable.