Vivimos momentos de incertidumbre a escala planetaria debido a la imprevisibilidad de las decisiones del gobierno de EE.UU. en política económica. El objetivo declarado de la política arancelaria de EE.UU. es recuperar producción manufacturera en su país. Lamentablemente, es muy difícil que logre ese objetivo. Por dos razones.
La primera es causada por la complejidad de la tecnología del siglo XXI, que el gobierno americano parece menospreciar. Una empresa que actualmente produzca sus productos fuera de EE.UU. y esté dispuesta a trasladarla al interior del país debe considerar múltiples factores: ubicación de la planta, disponibilidad de terrenos, adquisición de la maquinaria, instalación, logística de la producción y distribución y, especialmente, disponibilidad de ingenieros y mano de obra calificada. Con el agravante de que la tasa de paro en EEUU en el último mes de marzo fue del 4,2%, extremadamente baja, y la política del gobierno estadounidense es muy contraria a la inmigración. Ninguna empresa toma una decisión de ese calibre a la velocidad con la que el gobierno de EEUU cambia su política arancelaria. Y, si finalmente la toma, el desarrollo de un proyecto empresarial de ese nivel requiere no meses sino años.
Y eso nos lleva a la segunda razón. Este hipotético proyecto empresarial debe incluir un cuidadoso análisis económico, que analice la rentabilidad a corto plazo y la amortización de la inversión a largo plazo. Hay que tener presente que el único beneficio cierto de este cambio de ubicación de una factoría es el diferencial de coste por culpa de los aranceles, que tendrán que ser suficientes para compensar al menos los costes diferenciales de mano de obra y amortizaciones. Si, adicionalmente, estos aranceles son distintos para las importaciones provenientes de distintos países, se incrementa la incertidumbre sobre la rentabilidad de la inversión, que ninguna empresa asumirá en un escenario de inestabilidad regulatoria. Sólo bajo la hipótesis de que los aranceles sean permanentes y previsibles, éstos podrían influir en las decisiones de inversión empresariales.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial EEUU tenía el 60% de la producción industrial y su PIB era el 50% del mundial. Hoy en día es el 25%; sigue siendo formidable, pero ha cambiado su composición: está basado en servicios, principalmente de alto valor añadido, ya que la producción industrial de EE.UU. representa sólo el 20% mundial. Y esto es una parte de lo que Trump ni explica ni parece entender. EEUU tiene un déficit comercial en el mercado de bienes con muchos países, que se compensa sobradamente con el superávit de la balanza de capitales. El capital por definición es miedoso y, si la deuda americana o el dólar eran tradicionalmente activos refugio, la política económica del gobierno Trump puede cambiar este escenario. Esto provocaría no sólo no resolver el déficit de la balanza comercial sino perder también la ventaja de la entrada de capital extranjero y debilitar el acceso al dinero a su propia industria, tanto de bienes como de servicios. Por el contrario, China, con el 15% del PIB mundial, tiene en torno al 60% de la producción industrial mundial. Todos los países deben encontrar su sitio en el tablero económico mundial, y también en el tablero industrial, porque estos porcentajes cambian muy lentamente. La producción industrial es hoy muy especializada, y ningún país puede aspirar a una soberanía tecnológica completa. Cada país debe apoyar a su industria más competitiva, que debe competir en un mercado global. Y esto vale igualmente para Catalunya, Europa o EEUU. Por poner un ejemplo muy evidente: los dos grandes fabricantes de aviones, Boeing y Airbus, comparten muchos proveedores, empresas altamente especializadas que ofrecen componentes muy específicos que todos los aviones necesitan. De momento, parece que el presidente Trump, con su política arancelaria, ya ha hecho el primer favor en Europa encareciendo estos componentes en Boeing y, por tanto, haciendo más competitiva a Airbus.
Por último, pero no por ello menos importante, la producción de servicios especializados en EE.UU. se ha forjado durante décadas en la importación de capital de conocimiento, atrayendo a una gran parte de los mejores investigadores mundiales a sus universidades, centros de investigación y empresas. Las últimas noticias sobre la intención de controlar el pensamiento de estas universidades no sólo animan a la repatriación de ese conocimiento sino que también pueden empezar a tambalear la estabilidad de las instituciones que durante tantos años han ido forjando unas estructuras sólidas de soporte.
La visión económica de Trump está anclada en los años 50 del siglo pasado: más industria manufacturera y menos centros de investigación y transferencia. Europa haría bien en estar atenta a estos movimientos y aprovechar esta oportunidad para recuperar parte del camino perdido en la carrera por la innovación tecnológica.