La elección de Javier Milei como nuevo presidente de República Argentina habría sido una sorpresa hace unos meses, pero se ha ido convirtiendo en una realidad que ha desbordado, en la magnitud de su victoria electoral, las previsiones más inverosímiles. No sabemos si tendrá éxito o no, pero mi interpretación de lo que ocurre es pesimista.
Argentina es un país con una población –46 millones en el 2021– bastante similar a la española –47,5 millones el mismo año–, y un PIB per cápita netamente inferior al español en términos nominales (menos de la mitad) pero no muy inferior (un diez por ciento) a paridad de poder adquisitivo. Argentina ha sobrevivido a multitud de gobiernos pésimos, y aún aguanta porque fue uno de los países más ricos del mundo hace un siglo. Lo suficientemente rico como para soportar todas las desgracias internas y externas que ha pasado. Era mucho más rico que España en los años cincuenta, cuando los españoles todavía emigraban y cuando la Argentina de Perón podía permitirse ayudar a la España de Franco. Progresivamente, desde la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado, Argentina, como tantos otros estados latinoamericanos, ha ido siempre hacia abajo. No en términos absolutos, pero sí en términos relativos, comparados con aquellos países ricos con los que se había podido comparar con éxito.
La desgracia argentina procede, como la de toda América Latina, de ser un país poblado para exportar a el resto del mundo rico sus productos agropecuarios, pero que en momentos cruciales de la historia del mundo rico pierde el acceso a sus mercados tradicionales. Esto ocurrió en los años treinta y se ratificó de forma permanente desde que en 1947 el regreso al libre comercio internacional, que se le había prometido cuando terminaba la Segunda Guerra Mundial, se interrumpió por el estallido de la Guerra Fría y nunca más llegó. Argentina –como América Latina– se convirtió en un país imposible. No era lo suficientemente grande como Estados Unidos como para poder crecer en una economía cerrada. Era demasiado acomodada para poder competir globalmente con salarios bajos. La solución no existía, y los argentinos son admirables por haber hecho esfuerzos meritorios e innovadores para salir adelante. Una población muy educada lo intentó todo, y lo sigue intentando, pero los dados de la fortuna están siempre marcados en su contra. Por haber sido rico y desarrollado tenía instituciones de país rico, pero no tenía los recursos para prosperar ni los incentivos para portarse bien, o sea por tener instituciones, comportamientos y políticas democráticas y estables y políticos pasablemente honestos.
Hablo de incentivos, que debe de ser lo más importante de lo que Argentina no ha tenido. Si hubiera estado donde está España, justo al sur de los Pirineos, pero dentro de Europa, los problemas económicos se habrían solucionado incorporándose, más o más tarde, al proceso de integración económica europea, bien desde el principio, con el plan Marshall, o más tarde con la Comunidad Económica Europea; o más tarde aún con la Unión Europea. Sería una sociedad y una economía comparables a la española o a la italiana, que es de donde vienen sus habitantes, y con un régimen establemente democrático. De hecho, Italia y España, con idéntica base humana, están mucho mejor que Argentina, mientras que hace más de un siglo ciudadanos españoles e italianos emigraban en masa hacia allá. Yendo más allá en este ejercicio de ficción –un contrafactual– con el que ya jugó magistralmente José Saramago en La balsa de piedra, con una península Ibérica que se descolgaba de Europa y se desplazaba hacia Argentina, podemos afirmar que si Italia o España estuvieran donde está Argentina ahora estarían como la actual Argentina, si no peor.
Argentina es lo que se puede ser cuando los que te han creado te abandonan y te dejan tirado lejos de ellos sin darte las oportunidades que justificaron tu nacimiento y crecimiento. Es bastante extraordinario cómo su ingenio, formación y capacidad les han permitido ir posponiendo el empobrecimiento definitivo. Pero sus circunstancias son adversas y hace un siglo que no mejoran. Ya es mucho milagro que hayan aguantado como lo han hecho.
Seguiremos con atención el nuevo experimento de ingeniería social argentina, que tiene un peligroso parecido con el que hizo hace cincuenta años Augusto Pinochet en Chile mediante un sangriento golpe de estado. Ahora lo hará Argentina mediante una gran victoria en las urnas. Neoliberalismo extremo –anarcocapitalismo– que no es más que dejar que el mercado lo arregle todo sin moderación ni intervención del Estado. No es un experimento que pueda salir bien. En circunstancias de fuertes desigualdades internas –que el país siempre ha sufrido– y sin fuertes incentivos externos, volverá a salir mal.