Del arroz de ardilla al civet de jabalí
Para hacer un buen arroz de ardilla se agarra el animal y se lo despelleja procurando quitar el pelo que la perdigonada haya incrustado en la carne. La cola puede aprovecharse hasta el segundo o tercer nudo. La cabeza, una vez pelada y partido, se añadirá con el resto de trozos y el hígado se reservará para amortiguar la picadura. Una vez despellejado, se abre por el vientre, se desliza y se lava a chorro de grifo. Se descuartiza y se dora con la paloma torcaz y la costilla de tupí.
Venimos de aquí, de cuando los únicos requisitos para cazar a un animal eran que estuviera vivo y que fuera bueno –y la ardilla se dice que lo es mucho, de bueno–. La abubilla se ve que amarga, como el estornino o la garza real, que la carne de arrendajo se asemeja tanto a la de la paloma torcaz y que, una vez en el plato, no sabríamos distinguir un zorzal de un terruño.
En cada pequeña casa de payés había hambre y escopetas dispuestas a apaciguarla. En entornos rurales, la caza era esto; una forma más de conseguir proteína animal sin tener que criarla. No había ninguna ley que regulara su práctica, ni listas cinegéticas, ni la necesidad de establecer programas de protección de fauna, y, sin embargo, se mantenía un equilibrio razonablemente saludable.
En aquella época, y hablamos de principios del siglo pasado, en ciudad, apenas se sabía nada de los ires y venires de la gente de payés y, si se sabían, no despertaban el menor interés; por rústicos o por primitivistas.
Después, y para hacerlo vía, vino la mecanización del campo y la revolución verde, que hicieron aumentar exponencialmente la productividad de la tierra y nuestro poder de influencia y desequilibrio sobre la fauna y el entorno. La población de villas y ciudades creció con gente venida de todas partes y cambió la forma de vivir. La popularización del ocio combinada con el advenimiento del vehículo propio y la necesidad de joder el campo de casa cada fin de semana empezaron a romper las paredes de estas dos comunidades, hasta entonces más o menos estancas.
El campo y las cosas que ocurrían empezaron a despertar el interés de las sociedades urbanas y se convirtieron en cosa de todos. Ya no era necesario tener ningún vínculo heredado con el entorno para ir a hacer el meco oa cazar, valga la redundancia. Sólo era necesaria una licencia de armas, una escopeta y el pase otorgado por alguno de los cotos creados por la novísima Federación Catalana de Caza. Al mismo tiempo, en las zonas rurales, el porcentaje de personas dedicadas al sector primario disminuía a carrera hecha y quienes quedaban fueron cambiando la relación con el entorno empujados por la intensificación de los trabajos agrícolas.
Todo ello, y para entendernos, ha hecho, y generalizo, que actualmente los agricultores hayamos dejado la actividad cinegética en manos de entusiastas partidarios de la pólvora y los 4x4, pero todavía necesitamos algunos de sus servicios. Necesitamos, por ejemplo, ya falta de otros métodos que se demuestren eficientes, que rebajen la densidad de jabalíes que estropean nuestros cultivos. A cambio, debemos aceptar que los cotos suelten perdices, codornices o faisanes de jaula en nuestros campos para que un puñado de escopeteros vengan a pasar el rato disfrazados de soldado.
No me atrevo a decir si estamos saliendo adelante o no, pero, para construir una comunidad tan heterogénea como la que actualmente vive (o duerme) en entornos rurales, son necesarios muchos equilibrios. Nos coordinamos con los jabalíes, celebramos la inteligencia de los recién llegados que entienden dónde han aterrizado, saludamos a los pasavolantes que respetan campos y ganado y nos cagamos en los que no lo hacen.
Esa armonía con la que vivían nuestros abuelos ya no volverá. El contexto ha cambiado demasiado desde que se mataban ardillas sin sospechar que aquello contravenía los preceptos de la ecología, una disciplina que aún tenía que nacer y que, a estas alturas, tenemos tan poco apamada que todo el mundo hace el uso ideológico que quiere. Pero, de contexto, todavía existen. El contexto, ahora, somos todos nosotros, y en este nuevo contexto la caza deportiva tiene un encaje difícilmente defendible. Si antes se mataba por hambre, ahora se mata por deporte. La tradición de la que bebe la caza ha desaparecido completamente bajo los signos del tiempo y, si queda algún digno heredero, tiene todo mi respeto, pero debe saber que ya no tiene sentido en el contexto actual.
Me temo que ahora la caza (y que me perdone mi abuelo) ya sólo puede encontrar su sitio siendo una herramienta más –no la única– al servicio de criterios técnicos para regular desajustes de fauna. ¿Y quién les establece estos criterios? Pues no tengo ni idea. Si fuera por algunos campesinos, no quedaría ni un jabalí vivo sobre la capa de la tierra; si fuera por algunos ecologistas, no habría ni intervenir y más lo hubiera; y, si fuera por la administración… En fin, la administración sólo ha reaccionado cuando el problema ha amenazado al todopoderoso sector de la agroindustria porcina para proteger el modelo productivo por el que hace tiempo que apuesta. Por autoprotegerse, en definitiva.
Y como la brecha por la que el mundo urbano penetra en la vida rural no es una válvula sino que es un agujero de entrada y salida, el problema de la superpoblación de jabalíes ha trascendido a la esfera campesina e invadido el asfalto. Los jabalíes, ahora sí, y aunque algunos no sepan verlo, ya son cosa de todos. Aparte de ser un posible vector de transmisión de enfermedades, o de estropear hábitats frágiles, condicionan las actividades de ocio, hurgan contenedores de basura, hacen desperfectos en parques urbanos y durante el 2024, por ejemplo, fueron los responsables de unos 4.000 accidentes de tráfico en toda Catalunya.
Ahora también le toca a los que no descendéis del arroz de ardilla decidir cómo se resuelve el problema. Le recomiendo, por experiencia, que no lo fíe todo a la administración. Tampoco cabe decir que ya se solucionará solo, como si esto fuera el corazón de la selva amazónica, con dinámicas naturales suficientemente potentes para limar las aristas antropogénicas que pueda haber. Somos, colectivamente, los principales responsables de este desaguisado, y darle la espalda no hace más que empeorarlo.
Ya entiendo que esta visión no se ajusta a ninguna corriente simplista de paz y armonía con la naturaleza, pero estaremos de acuerdo en que, mientras no cambiemos nuestra manera de vivir en este mundo, y de momento no hace ninguna pinta que esto tenga que pasar, conviene tomar algunas decisiones incómodas al respecto.
Cuando se haya acostumbrado a vivir con las contradicciones que supone resolver este tipo de problemas, puede que pueda empezar a valorar opciones para combatir algunas de las otras plagas urbanas que sufre; como la de los gatos, palomas, cotorras o turistas.
Y piense que tampoco hay que recurrir siempre a las armas. En según qué especies, los criterios técnicos parecen decantarse más por la esterilización.