El calor nos hará ecosocialistas

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Protestas contra el cambio climático

Ya es mala suerte que Figueres, una de las ciudades menos atractivas de Catalunya, sea también el lugar del país en el que más calor ha hecho nunca: 45,3 °C. A mí el calor me pilló en el pueblo, a escasos kilómetros de la zona 0, pensando en lo positivo de la inminente desertización del Empordà: menos turistas, menos chalets pijos en la playa y, con suerte, la abolición de los anuncios mediterráneos de Estrella.

A menudo proyectamos los efectos del cambio climático como un cataclismo repentino, que sumergirá a Cadaqués bajo el mar y dejará las marismas más secas que los desiertos de Dune, donde sobreviviremos tribalizados, enfrentados por el agua con armas primitivas y respiradores artificiales. Pero desengañémonos. Lejos de este colapso cinematográfico, lo que viviremos será un empeoramiento lento pero exponencial de las condiciones materiales, biológicas y ambientales. Hoy son restricciones de agua y muertes prematuras por calor. Mañana se sumarán, como en tantos otros países, cortes de luz, refugiados climáticos, epidemias y escasez de alimentos. Por eso, el futuro que me imaginaba entre sudada y sudada era el de un Empordà turísticamente deprimido, en plena crisis inmobiliaria y con la oferta de ocio en retroceso: 45,3 °C significan decrecimiento forzoso, mande quien mande, piense lo que piense.

Estas ideas me asaltaban leyendo Socialismo de medio planeta, de Troy Vettese y Drew Pendergrass, un ensayo-ficción que devoré con la misma compulsividad que consultaba mapas meteorológicos rellenos de rojos, rosas y fucsias. Ante el aumento irreversible de temperatura, la extinción de especies y la degradación de los ecosistemas, el libro dibuja dos caminos. El primero, seguir apostando por el neoliberalismo y la geoingeniería, jugándonos la supervivencia de la especie en el lanzamiento de aerosoles estratosféricos que enfríen el planeta o en los sistemas de captura de CO₂. El segundo camino, defendido por los autores, sería el de avanzar hacia una planificación planetaria de los recursos y emisiones actuales: renaturalizar la mitad del planeta, hacer que toda la humanidad adopte una dieta vegana y establecer una economía socialista que prescinda del dinero.

Si bien se inscribe en la tradición utópica, el libro es una vacuna en contra del retardismo climático, en contra de la política del “sí, pero no”, la de aquellos que quieren hacer negocios mientras la temperatura del Mediterráneo llega a los 28,4 °C, la más alta de la historia, Grecia es arrasada por los incendios y el norte de Italia sufre tormentas violentas y, cuando escribo estas líneas, llevamos 22 días seguidos batiendo el récord de temperatura global del planeta. En este contexto, el decrecimiento ha dejado de ser una idea ecologista radical para convertirse en algo consumado, que solo puede ser ignorado desde la avaricia o la mala fe.

La imposibilidad de desplazar los límites planetarios hace que incluso las fantasías hipercapitalistas de Elon Musk y los diversos gurús de la geoingeniería sean paradójicamente decrecentistas: en lugar de defender una economía agrícola, comunitaria y descarbonizada en Idaho o en la Cerdanya, imaginan una vida agrícola, comunitaria y descarbonizada dentro de una cúpula en Marte. Una paradoja que, por cierto, se ha vivido también en Barcelona. Mientras muchos se indignaban por los renders de las nuevas superislas, que eliminaban asfalto, multiplicaban el verde, reducían el calor y la presencia de vehículos, medio mundo se admiraba por los renders de The Line, el proyecto de una ciudad-muro de 170 km en medio del desierto de Arabia Saudí, impulsada por quien había sido teniente de alcalde de Urbanismo de Xavier Trias, y que se presenta –también– como una ciudad verde, amable, caminable, descarbonizada, sin coches y con transporte público de calidad. El ideal de ciudad-jardín que hay detrás de ambos modelos no es tan diferente: simplemente una asume que hay que seguir depredando territorios, recursos y combustibles en aras del crecimiento económico, mientras que la otra plantea regenerar las infraestructuras existentes para volver a hacer habitables nuestros pueblos y ciudades en nombre de la justicia climática.

Y es aquí donde incide Socialismo de medio planeta. Sugiere que ya no toca discutir sobre si es necesario decrecer o no, o sobre si necesitamos una alternativa al mercado capitalista para gestionar los bienes. La respuesta son 45 grados en Figueres. Lo que necesitamos ahora, pues, son imaginarios políticos, científicamente plausibles, sobre cómo articular futuros posibles y deseables: cuánto suelo hay que renaturalizar, qué tecnologías pueden ayudarnos, qué dieta permitirá limitar de forma suficiente las emisiones, cómo tendremos que organizar el transporte o qué economía hará posible la gestión eficiente de los recursos. Si el calor no nos extingue, nos hará ecosocialistas.

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