A los datos históricos del viejo problema (siglos de prohibiciones del catalán, victoria fascista en la Guerra Civil, cuarenta años de dictadura sin escolarización en catalán que coincide con la llegada de una gran ola migratoria castellanohablante) se añaden otros: en democracia, el catalán continúa con un estatus jurídico inferior al castellano, la globalización favorece a las lenguas con más millones de hablantes, llega una nueva ola migratoria y el proceso independentista fracasa.
Somos un país de espíritu pactista y moral colectiva frágil, que combina euforias desmedidas con faltas de confianza; los catalanohablantes preferimos renunciar a la lengua que pasar un mal rato, y millones de catalanes castellanohablantes consumen la propaganda hostil de un sistema comunicativo y político que siempre culpabiliza y deslegitima al catalán. En estas condiciones, una derrota política en el escenario internacional como la del Procés, sumada a la represión del estado español que ha venido detrás, nos deja dudando una vez más sobre nuestras fuerzas y nuestros derechos.
Hay partidos y grupos de presión que han leído la derrota independentista como la oportunidad para disolver nuestra identidad en aquellas donde coinciden las leyes y el mercado, por lo que abandonamos la pretensión de que el catalán sea la lengua de todos y nos pasamos al castellano y al inglés. Algunos lo hacen a la brava, como siempre, y otros tratando de conseguirlo el efecto sin que se note el cuidado. Es vital que estos sepan que, igual que no lo han conseguido hasta ahora, no lo van a conseguir en el futuro. Y que nosotros seamos conscientes de que, pese a jugar en un campo que hace cuesta arriba, hay miles de personas que se incorporan cada día a la catalanofonía. Si queremos seguir haciéndola crecer, necesitamos actitudes políticas y sociales muy conscientes.
