Cervantes o la cabra que siempre echa a la montaña

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García Montero y Collboni firmando el convenio con el Cervantes.

Estos días se ha celebrado en Barcelona por primera vez el encuentro anual de directores de las sedes del Institut Cervantes de todo el mundo. Quizás tiene que ver con el revisionismo imperante de la obra cervantina que trata de conectar aquella universal y genial novela de Don Quijote con la capital de Cataluña y quién sabe si con la cultura catalana. De momento, el Ayuntamiento del Cap i Casal se pone bien y ha creado una beca y ha promovido un encuentro de ciudades cervantinas en el 2025. El director del Instituto, el poeta y catedrático de literatura española, Luis García Montero, es un hombre de izquierdas y en otro momento defensor del derecho a decidir de Catalunya, aunque ahora proclama todos los tópicos de la izquierda española nostálgica de la Barcelona del boom, la capital hispánica de la edición o la residencia de los Marsé, Gil de Biedma, Goytisolo o Barral.

Leo en una magnífica entrevista de Laura Serra en esas mismas páginas que también ha abrazado la teoría delirante de cierta progresía española que analiza el Proceso como el producto de una comunión de intereses entre la derecha española ávida de encubrir sus casos de corrupción y determinados dirigentes catalanes que querían enmascarar a las recortes en los servicios públicos a partir de la crisis de 2008. O sea que en su análisis no existe ningún rastro del naufragio estatutario, ni de la financiación expoliadora, ni de la infrainversión acumulada. García Montero, pues, como otros muchos respetables intelectuales españoles no se ha enterado todavía del cambio de rasante del catalanismo y recuerda con añoranza la estrategia pactista combinada con momentos de tensión identitaria para aplastar a la parroquia. Tan acostumbrados como estaban a que los partidos dominantes en Catalunya manejaran los hilos de la queja para obtener contrapartidas a cambio de no pasar líneas rojas como la independencia, no se han dado cuenta aún de la magnitud del movimiento que desembocó en el 1 de octubre.

En cualquier caso, y esto hace falta que lo valoremos positivamente, García Montero ha visto la cita en Barcelona como un gesto en defensa de la diversidad lingüística. El contexto es propicio, por otra parte. Hay algunos brotes verdes plurilingües si se tiene en cuenta la presencia de las lenguas oficiales distintas del castellano en el Congreso de los Diputados, o la ofensiva para garantizar su presencia en la UE. En este sentido, leo que el director cree que "una lengua hegemónica no debe ser liquidadora de las demás". Se supone, pues, que el Instituto Cervantes es consciente de la catalanofobia lingüicida experimentada en todo nuestro dominio lingüístico desde el tiempo al menos de Felipe V. O quizás no, y se trata sólo de otra encomiable iniciativa para tratar de apaciguar las conflictivas relaciones entre Cataluña y Castilla desde la Baja Edad Media, con el hermanamiento ambas culturas por la vía de algunos de sus intelectuales.

Desconozco las conclusiones del encuentro de Barcelona, ​​pero les auguro un trabajo. De entrada, a pesar de admitir que el modelo lingüístico constitucional ha permitido el reconocimiento de las lenguas distintas del castellano, y un incremento de su uso institucional después de siglos de postergación y prohibiciones, no es menos cierto que el esquema lingüístico imperante en España –inspirado en el de la sociedad agraria de la Segunda República– está lejos de ser equilibrado: el castellano es la lengua oficial del Estado y todos los españoles tienen el deber de conocerla. Persiste un derecho prioritario de los castellanohablantes debido a la incidencia de su derecho tanto en las áreas de habla castellana (oficialmente unilingües) como en las de los no castellanohablantes (convertidos en bilingües). Por no hablar de la hegemonía del castellano en las instituciones del Estado: justicia, administración general, TC, etc.

Esto se explica porque subsiste todavía ahora la idea de que al existir un conocimiento generalizado del castellano, fruto de siglos de historia compartida, esto lo convierte en la lengua común. Con la ayuda inestimable de la globalización, las industrias culturales, la red... Esta concepción supremacista no hace falta decir que apenas enmascara el propósito de asegurar la unidad política de España a lo largo de los siglos, al igual que se intentó con el servicio militar o la escuela. Y eso, pese a que el 40% de los ciudadanos del Estado viven en territorios plurilingües y que en seis de ellos existe una lengua oficial distinta del castellano y decenas de modalidades lingüísticas como el asturiano o el amazige de Ceuta.

Esta idea es la que debería combatir el Cervantes. La que está detrás de las invectivas del gobierno de Aragón (PP), que quieren retirar al catalán y al aragonés la condición de lenguas propias de la región, para situarlas en el nivel del fragatino. Al igual que en 2013 un gobierno del mismo signo político modificó la ley de lenguas para crear ese risible glotónimo que fue el LAPAO. Por no hablar de los ataques de la Generalitat valenciana (PP), que por boca de su gobierno ha dicho que no piensa tolerar que se diga que en la Comunidad Valenciana se habla catalán, aunque el ente normativo del valenciano, la Academia Valenciana de la Lengua, defiende desde 2005 la unidad de la lengua. Y es que la cabra siempre echa a la montaña y no hay cabrero que la guarde.

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