Mañana hace cien años que nació Eduardo Chillida y lo llevo al Buenos días por el simple placer de poder hablar de arte en un artículo como éste, que a menudo está dedicado a la cruda realidad.
La paradoja es que, de hecho, no tengo muchas palabras para hablar de Chillida, más allá de decirles que ante su obra me encuentro sorprendido por la belleza e interpelado por su contemporaneidad, y que rara vez me he hecho sentido tanto en armonía en un espacio como en el Chillida Leku de Hernani.
Me admira la capacidad de Chillida de haber dado a la piedra y al hierro tanta elegancia material porque, a la fuerza, debía ser consecuencia de su elegancia espiritual. Miren esto: "Me mido cada día para saber si he crecido, no para conocer mi estatura". "El artista sabe lo que hace, pero para que valga la pena, debe saltar esa barrera y hacer lo que no sabe, y en ese momento está más allá del conocimiento".
Obras como las de Chillida representan hoy lo opuesto a la imagen de la destrucción criminal, bárbara e inhumana en Gaza o Ucrania que llena cada día nuestras pantallas. Ayer publicamos un reportaje extraordinario de Francesc Millan desde Pokrovsk, en el que un joven de Kiiv le decía: "Los días que los rusos nos bombardean ya no tengo miedo". "¿Qué te da miedo?" "Haber perdido la vida que iba a vivir". Fue leer esta confesión y recordar a Chillida cuando dijo que "sólo si somos capaces de habitar podremos construir".