'Ciao', Colau; ¿hasta cuándo, Puigdemont?
En política, en la empresa, en el deporte... En todas partes son importantes los liderazgos, que es como decir las personas. Liderazgo no significa prescindir del grupo, del equipo, del trabajo colaborativo. Quiere decir tener a alguien que empuje, que marque el camino, que en los momentos decisivos se ponga a la cabeza, que tenga autoridad moral, credibilidad. Alguien valiente en el sentido menos histriónico de la palabra. Alguien fuerte en el sentido más poético. El buen líder no exige culto a la personalidad o unanimidad a su alrededor, sino que sabe escuchar, sabe catalizar energías, sabe sacar lo mejor de quienes le rodean.
¿Cómo vamos de líderes? Pasados tres lustros desde los inicios del 15-M y el independentismo, los dos movimientos están quedando huérfanos. Los liderazgos también se pueden degradar, empequeñecer. No es lo mismo un líder que un cabeza de grupo. Al buen líder incluso le reconocen el valor los enemigos o rivales. Los cabezas de grupo sólo cohesionan a los convencidos. ¿Quién ha fallado, los líderes o la gente? Al igual que a los líderes debemos reconocerles el mérito cuando las cosas van bien, también debemos poder atribuirles la responsabilidad cuando van mal.
Acabamos de asistir a la despedida planificada de Ada Colau y al adiós abrupto, inesperado y embrutecido de Íñigo Errejón. En el mismo terreno podemita, ya plegó Pablo Iglesias. El espacio de la revuelta social surgido hace más de una década se ha ido adelgazando hasta perder casi todo su vigor. Su expresión política se ha minimizado, la fuerza en la calle se ha diluido.
El comunicado de Errejón, un mea culpa intelectualizado, revela las debilidades y vergüenzas tras un lenguaje bizantino. Errejón ha convertido a las acusaciones de violencia machista en "una subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica". A veces las palabras muestran tanto como esconden. Sin palabras limpias y claras no se puede liderar. El 15-M quiso cambiarlo todo, incluido el lenguaje, y al final ha quedado secuestrado por el lenguaje. Poco ha cambiado. Nunca es fácil llevar la revolución a las instituciones.
El paso de la calle al poder, al menos al poder barcelonés, fue muy rápido y mal digerido, ciertamente por los poderes de siempre a la sombra, pero también por los propios protagonistas. Colau se va con un legado agridulce: las tan criticadas supermanzanas forman parte de lo mejor, al igual que las políticas sociales para recoser los barrios pobres; en la vivienda, en cambio, su gran campo de batalla, no ha logrado mucho. Y en cuanto a las decisiones estratégicas, deja dos manchas que minaron su nombre y que tienen nombres y apellidos: aceptar ser alcaldesa con los votos de Manuel Valls (el títere de las élites anticolauistas y antiindependentistas) y dar gratis los votos a Jaume Collboni para evitar el tándem del soberanismo tranquilo Trias-Maragall. Al final, descabalgada, ella misma pone fin a su liderazgo con una elegante salida de escena. Ciao, cara.
¿Cuál es la situación en el independentismo? És de otra índole. Los liderazgos desgastados se resisten a dejar paso. Puigdemont, que había flirteado con quedar al margen de la bronca partidista, vuelve a tomar ahora ya sin subterfugios las riendas de Junts. Y Junqueras, que se había situado también en una especie de poderío en la sombra, presenta batalla interna para tomar el control total de una ERC abocada al cainismo más descarnado. Desde fuera, con la boca más grande o más pequeña, se les ve a uno y otro como líderes amortizados, confrontados, con más pasado que futuro. Lo que los catapulta no es el convencimiento de los suyos (en especial en el caso de Junqueras), sino la carencia de alternativas internas (en el caso de Puigdemont, sin amnistía y con exilio, se hace difícil el relevo). Corren el peligro, pues, de ser liderazgos enquistados que alarguen la agonía del movimiento independentista.
La réplica a los liderazgos caídos del 15-M y a los enquistados del independentismo son los liderazgos populistas de la extrema derecha, que, más que hablar claro, mienten y distorsionan con una claridad diáfana: Abascal y Orriols. La otra réplica son los liderazgos pragmáticos del socialismo en el poder, tanto Illa, que también habla claro –la Catalunya plural en España plural–, como Sánchez –o involución o yo–.