La ciudad desbordada

Pasado el cabreo por el sketch de las actrices latinas sobre la presuntamente empalagosa exigencia del catalán en Barcelona, quizás tocaría recordar que todos conocemos a sudamericanos que se han integrado muy bien en la ciudad, que ya hablan o mediohablan catalán, que son nuestros vecinos y que, como es obvio, no han venido para fastidiarnos. No se merecen que generalicemos nuestro enfado por el espectáculo que vimos el jueves, y en el que lo más grave no era la pretendida sátira (satirizar es exagerar o retorcer la realidad, no la mentira) sino el papelón del ayuntamiento, y la inercia aplaudidora de los presentes, después de que una de las actrices hiciera un melodrama sociolingüístico (no la atendían ni el médico, ni la administración, ni le daban trabajo) mientras sus compañeras le gritaban "Parla català!" con tono de la sección femenina de la Gestapo.

Esta pantomima, por cierto, no debe sorprendernos porque, hoy en día, la victimización, sea o no fundamentada, es el gran argumento de la creación artística. Qué caray, yo también, como catalanohablante, me siento víctima. De modo que esta actriz argentina y yo, en el mismo momento y en el mismo espacio, nos quejamos de cosas exactamente contrarias, nos sentimos recíprocamente agredidos por una razón de lengua. En cuanto a la situación del catalán en Barcelona, o ella o yo estamos mintiendo. Y me gustaría mucho, francamente, que todos los latinoamericanos que viven aquí nos ayudaran a aclarar quién es el mentiroso. En cualquier caso, ahí está la expresión de un conflicto, y lo peor que se puede hacer con un conflicto es simular que no existe.

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El jueves comí con una amiga catalana que tiene una amiga argentina que le dijo que Barcelona le parecía una ciudad "desbordada", y pensé que el adjetivo era exacto. La cuestión del idioma, que es tan de piel, es uno de los síntomas externos de este desbordamiento, pero hay otros muchos. La degradación del espacio y de los servicios públicos, la despersonalización, el adocenamiento, la rendición incondicional ante el monstruo del turismo de masas, la expulsión de la población residente por un mercado inmobiliario despiadado, la falta de perspectivas para los jóvenes, todo ello hace que Barcelona sea una ciudad a la que los operados turísticos llaman "dinámica", pero esto es más bien un eufemismo para decir que este rincón de mundo tan bonito –porque bonito lo es– está estresado y desnortado, vive un éxito amargo y brinda por un triunfo sin vencedores; es una ciudad escaparate, que tiene de todo pero le faltan barceloneses (la gente, la que ha crecido ahí, la que ya no reconoce sus calles ni sus vecinos, la que ya se ha ido o está a punto de marcharse, por gusto o por fuerza).

Tan esparcida está esa sensación –pese a los esfuerzos de quienes mandan por distraernos con el incremento del PIB, el aeropuerto de la puñeta o las cifras del MWC– que creo que dentro de dos años, en las elecciones municipales, quien salga a la palestra para decir que quiere –¡lisa y llanamente!– recuperar Barcelona y devolverla a sus vecinos, tendrá mucho ganado. Y este mensaje, que parece simple, es el más complejo de todos, porque aunque algunos lo asociamos, por ejemplo, al uso del catalán, el retorno de Barcelona es un ideal que va mucho más allá, no se refleja en una sola identidad, no es de izquierdas ni de derechas, no se puede basar solo en la nostalgia y, por supuesto, no se puede meter en ninguna sigla. Quizás ya es hora de que todos los que creen que la ciudad está desbordada, como yo mismo, o como la amiga argentina de mi amiga catalana, empecemos a dialogar para definir de qué estamos hablando cuando expresamos esta inquietud (...pero aviso de que yo dialogaré en catalán).