¿Cómo se tiene que combatir a Vox?
La emergencia con gran fuerza de toda clase de populismos de extrema derecha ha hecho que la vieja pregunta sobre los límites de la libertad vuelva a estar de actualidad. Se debate enérgicamente si restringir la libertad, singularmente la libertad de expresión, es legítimo y es efectivo contra aquellos que, desde el interior de la democracia e instrumentalizando sus resortes, lo que buscan es destruirla. La lección dolorosamente aprendida en los años del nazismo y el fascismo empuja a responder taxativamente que sí, que hay que limitar el campo de juego a aquellos que suponen un peligro para la democracia.
Personalmente, me cuento entre los que no lo ven nada claro. Legislar para prohibir o sancionar —o ilegalizar determinadas formaciones políticas— me incomoda y también me suscita muchísimas dudas en cuanto a sus resultados. En cuanto a la primera cuestión, la legitimidad, siento que hay que tener presente siempre dos premisas antes de decidir en un sentido u otro. La primera, que no hay normas mágicas que se puedan aplicar universalmente sobre dónde tenemos que trazar la raya entre aquello que se puede decir y lo que no. Hay que analizar siempre, pues, caso por caso. Porque no hay dos casos iguales y porque el contexto —que incorpora las consecuencias probables de la acción— resulta determinante para la valoración. La segunda premisa dice que, en caso de duda entre prohibir o no, hay que optar siempre por la libertad.
Me parece, en definitiva y sintetizando, que el caudal de pensamiento que condujo a la primera enmienda de la Constitución de los EE.UU. y que ha continuado desarrollándose y fortaleciéndose de entonces desde entonces es enormemente valioso.
En cuanto a la eficacia de las prohibiciones, la historia nos ha demostrado que pueden funcionar en casos específicos, pero, en cambio, no funcionan en la mayor parte de situaciones, e incluso a menudo las empeoran. Recordemos, por ejemplo, cómo el gobierno argelino intentó parar el Frente Islámico de Salvación y las decenas de miles de muertos en que acabó desembocando el conflicto. O, a un nivel más anecdótico, que encarcelar Hitler a raíz del Putsch de Múnich no lo paró y, en cambio, sirvió para que él dispusiera de tiempo para escribir su maligno superventas Mein Kampf.
Como todos, el caso español tiene sus características propias. La más importante es que, a diferencia de lo que ocurrió en Alemania o en Italia, aquí el franquismo no solo ganó, sino que gobernó durante décadas y, finalmente, transitó sin pagar peajes muy onerosos de la dictadura a la democracia. No hubo ruptura, lo cual ha contaminado gravemente la cultura en la que se mueve la política española.
Pero también en el caso de Vox, pienso que cuanto más libertad, mejor. Con esto quiero decir que para derrotar a Vox lo que hace falta es un debate público lo más abierto, franco y vivo posible. Esto no tiene nada que ver con minusvalorar el peligro que Vox representa. Un peligro que a menudo no se ciñe al terreno de las palabras. El partido ultra emplea un verbo violento y amenazante, de agresiva confrontación, así como el señalamiento de personas concretas, que va seguido de acoso.
En este sentido, encuentro que el peso excesivo del discurso políticamente correcto, que conecta con la llamada cultura de la cancelación (censura), lo que hace es impedir este debate público en su plenitud. Hay demasiadas cosas que no se pueden decir, demasiadas cosas que no se pueden contradecir y demasiadas cosas sobre las cuales ni siquiera se pueden expresar dudas. Así, resulta que personas sensatas que tienen mucho que decir, callan. O asienten. Por miedo a parecer extemporáneas, por miedo al aislamiento, a la espiral del silencio. El discurso políticamente correcto impide también que muchas personas corrientes, que en su día se enfrentan a problemas absolutamente reales, se vean reconocidas en el relato que domina el espacio público, y se sientan expulsadas.
Este enorme territorio –un territorio en que habitan cuestiones sobre la inmigración, la vivienda, las políticas de género, la globalización, la ecología, las identidades, la memoria colectiva, etcétera– que queda secuestrado por lo políticamente correcto es justamente el que permite al discurso de Vox conectar con tanta gente. Una parte son personas muy de derechas, sí. Pero otra son personas que no lo son pero sienten que sus problemas son tercamente silenciados, ignorados por los partidos convencionales.
Este debate descabezado y deformado desde el mismo bando de la democracia es el ideal para la propaganda populista de Vox, que, además, como no ha gobernado en ninguna parte, disfruta de la gran ventaja de que su gestión no pueda ser evaluada.
¿Cómo se tiene que combatir a Vox? Repito: no con menos, sino con más libertad, con un debate lo más abierto, franco y vivo posible. Sin censura ni autocensura. En el que el derecho a ser escuchado sea una realidad. Donde los problemas de la gente puedan ser llamados por su nombre y abordados desde la argumentación razonada. No es esta la única manera de hacer frente a Vox, obviamente, pero sí que es una imprescindible.
John Milton sentenció en Areopagítica, después de advertir que prohibir supone poner en entredicho la fuerza de la verdad: “Permitid que ella [la Verdad] y la Falsedad luchen. ¿Alguien ha visto alguna vez que [la Verdad] haya sido vencida en un combate libre y abierto? Refutar [la Falsedad] es la mejor y más segura manera de eliminarla". Areopagitica fue publicado en 1644.
Todo ello exige coraje y convicción en la fuerza de la libertad y de las ideas en las que la democracia se fundamenta. Todo al servicio de una discusión pública sana y robusta. Solo así es imaginable la derrota de Vox.