En un pueblo de tres mil habitantes este año pliegan los dos carpinteros que quedaban. Se acabó. No habrá más. Los albañiles, fontaneros, campesinos, modistas... esperan tanda. O ya están en el ataúd cerrando caja. Ocurre en todos los pueblos. Detrás suyo: nada. Esto nadie quiere verlo. Vivimos como si no ocurriera nada. Y todo sucede.
No pasa nada. Nacen nuevos empresarios. Aparece un carpintero, electricista, mecánico montando una empresa. Vinieron del este o el sur. Y despegan como hombres de empresa ante el desierto. Montan una empresa que te hace una puerta, te limpia un cascabel o bien te atavia el cielo. El nuevo pequeño empresariado catalán es éste. Aquel inmigrante que vino de fuera y hace años que hace de albañilería ahora se pone el casco de empresario. Deja la paleta y coge el martillo para realizar presupuestos y gestionar el caos. El cambio es ese. Del sudor del andamio al sudor del despacho. Fuera y dentro están dando respuesta a las necesidades de la Cataluña real.
Mientras, en la Catalunya irreal, lo que llamamos autóctonos, filosofan sobre el ser y no ser del bestiario carnal de una lechuga lisérgica, o sobre cualquier cosa improductiva, infértil, que no sirve para nada. Aquí y en Plutón de Arriba. Se les pegarán vivos. Hay que decir al pan y al vino: hay generaciones de autóctonos que no harán nada, bueno, algunos ya no hacen nada. Hay engaño y autoengaño como una droga socializada. Pero hay más cosas atadas en este cordel de paquete de posguerra que se deshilacha.
No se ha querido ver. No quiere verse. Y ahora, algunos se sorprenden de lo que todo el mundo puede ver desde hace años y cerraduras y sin ganancias. Los autóctonos han abandonado las calles, plazas, venas humanas de muchos pueblos. Los niños ya no juegan. No se pasea. No se hace vida. La vida la llevan dentro de casa. Cerrados, en otro ataúd. Pasando el rosario con el aire acondicionado o haciendo ouija con el móvil. Mientras, en las arterias de cemento, que señalan el estado de ánimo de que es un pueblo, está lleno de sangre viva de hijos y jóvenes y mayores de los, como lo llamamos... ¿no autóctonos? Pero no se habla catalán.
La lengua se esfuma del aire de muchos pueblos. Como el barrido de aquellas escobas en las calles frente a las casas. Y, mientras, debemos aguantar lo que nos dicen que esto no es así, que si la escuela, la pecera o el globo aerostático, de ese universo paralelo irreal que hará tesis doctorales en el 2125 para explicar La convivencia de las lenguas en las calles de los pueblos catalanes no metropolitanos. Estudio de caso a la hora del desayuno (2002-2003). Debemos aguantar toda esta sobredosis de tabarra ilusoria, de murga estéril. De no saber nada, ni quererlo. Un país secuestrado, gobernado por los estereotipos y el no viajar... por Cataluña. Y, sobre todo, un país harto.
Lo que hay en las calles, tiendas, la troposfera o en los hormigueros catalanes es una situación de hambre, de hambre. Unos tienen voracidad. No sólo por tener trabajo, atisbar un mañana, sino por hacer valer una cultura, también unas lenguas: un yo que puede ser yo ya en cualquier lugar del mundo. Por eso sale a la calle a llamarlo, para que se vea. Y encerrados en la fiambrera de la existencia unos catalanes descomidos, hartos, malganosos. Haciendo una mala digestión de todo con el único sonido de la barriga, no de una lengua y cultura milenaria. Esto se ve, se siente, se sabe. ¿Lucha? Toda. ¿Guerra? Toda. Era la cultura, es la cultura. Lo sabíamos. Y acabará ganando y perdiendo una cultura. El hambre y las ganas. Porque una cultura no es sólo hacer un libro, es también una forma de vivir en la tierra y en el cielo. En las calles, en los pueblos, en el paisaje. Pero ya ni eso puede decirse. Porque incluso hemos perdido las palabras, las frases hechas: claro y catalán, las cosas tal y como son. Cantarlas claras. O como siempre oía decir en casa: diciendo las verdades, se pierden las amistades.