Cortinas de humo
Aunque el congreso del PSOE en Sevilla lo aclame y lo confirme en el trono al que tanto le costó llegar, Pedro Sánchez vive inmerso en una nerviosa sensación de aislamiento y asedio continuado por parte de sus enemigos. Como todas las sensaciones, esta tiene una parte de verdad (las últimas encuestas vaticinan una mayoría absolutísima de PP y Vox) pero también una parte de espejismo, como un reflejo deformado por la mirada de los medios de comunicación; es sabido que en la esfera mediática la correlación de fuerzas no es precisamente la misma que en la política o sociedad españolas. La derecha está sobrerrepresentada en la prensa tradicional, como la extrema derecha en las redes sociales. No es de extrañar, pues, que Sánchez se haya marcado como objetivo compensar este sesgo conservador. El reforzamiento de TVE (que podría reverberar en TVE-Catalunya) y el impulso de un nuevo canal privado, que al parecer será impulsado por el grupo Prisa con apoyo directo de la Moncloa, van en esa dirección.
Se entiende que Sánchez quiera ver, oír y leer más voces amigas, porque todo el mundo sabe, y los catalanes aún más, que el ruido de la caverna es literalmente atronador. Y porque en España, con demasiada frecuencia, los problemas no se resuelven con soluciones, sino con cortinas de humo, una tras otra. Solo hace un mes del desastre de Valencia y para Mazón parece que ya ha pasado lo peor, mientras la prensa española se entretiene hablando de las derivadas del caso Koldo y de las posibles filtraciones de la Fiscalía en el caso del hermano de Ayuso. Y, en medio de todo, como para culminar una opereta, hemos topado con una auténtica batalla cultural en torno a dos shows de humor, La revuelta y El hormiguero, que se han convertido en trincheras ideológicas. Desde la simpatía confiesa hacia David Broncano, me atrevería a decir que no se siente demasiado cómodo con el papel que algunos le están atribuyendo –el de ariete mediático del sanchismo.
El PSOE lo tiene complicado porque, más allá del histerismo de sus adversarios, los problemas que debe enfrentar son reales: la debilidad parlamentaria crónica, los indicios serios de corrupción y una inquietante percepción de vivir al día, de tacticismo llevado al extremo, mientras la derecha controla los grandes debates. En el ámbito catalán, esto puede tener efectos directos, porque el PSC y Salvador Illa son el principal apoyo de Sánchez; el gobierno catalán, mientras, hace la suya a expensas del aburrimiento general, hasta el punto de que la perspectiva de una prórroga presupuestaria se ve con mejores ojos que una negociación con ERC o los comuns que obligaría a Illa a tomar decisiones –y asumir sacrificios– en materias clave.
Mientras, el soberanismo catalán, congelado en el 2017, busca inútilmente recuperar el protagonismo. Hace solo unos años, la manifestación contra los precios del alquiler habría estado llena de esteladas, y el problema de la vivienda cargaría de razones a los partidarios de una Catalunya más soberana. Hoy en día, la independencia se ve tan lejos que para la gente más movilizada acaba resultando un estorbo o una distracción. ERC, Junts y la CUP se encuentran, como diría Carod-Rovira, entre España y la pared: ven con terror la posibilidad de que el PP vuelva al poder, porque esto supondría posiblemente el fin de su influencia política; pero a su vez constatan que la amnistía está bloqueada en el ámbito judicial y que la financiación singular para Catalunya es el menos urgente de los retos que afronta el PSOE. Es una derrota de relato: la política española se ha convertido en la cortina de humo de la política catalana, todo lo contrario de lo que ocurría hace una década.