Si crecemos, ¿de dónde viene el malestar?

La percepción que tiene la gente a pie de calle contradice las grandes cifras macroeconómicas. La economía crece con fuerza, pero, al mismo tiempo, existe una sensación de malestar social como se ve con el grave problema del acceso a la vivienda. El mensaje oficial es que el país va bien, pero muchos ciudadanos no lo notan y esto erosiona la confianza en los poderes públicos. ¿Cuál es la causa de ese malestar?

Una primera explicación es que el crecimiento de los últimos años es fundamentalmente demográfico. La población aumenta rápidamente por la llegada de inmigrantes. Muchos tienen edad de trabajar, lo que incrementa la fuerza laboral, incluso más que la producción. Por tanto, la economía crece, pero no lo hacen ni el producto per cápita ni la productividad laboral. Es un crecimiento por extensión, no en intensidad. La expansión actual afianza el patrón de crecimiento de nuestra economía en los últimos veinte años, en los que la renta por ciudadano ha aumentado muy poco y hemos retrocedido significativamente en el ranking europeo.

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El malestar social puede entenderse también si la expansión económica no se reparte equilibradamente entre las diferentes clases sociales. De hecho, a menudo oímos hablar del empobrecimiento de la clase media. ¿Qué hay de cierto en esa afirmación?

La evolución de la desigualdad puede analizarse con el llamado índice de Gini aplicado, por ejemplo, al nivel de renta una vez descontados los impuestos y añadidos los subsidios, como lo hace la OCDE. El índice oscila entre el 100, desigualdad máxima, y ​​el 0, cuando todo el mundo tiene la misma renta. Países con elevada desigualdad, como Estados Unidos, tienen un índice de 38, y países más igualitarios, como los nórdicos, están cerca del 26. En Cataluña y España el índice es entre 30 y 32. Aumentó con la gran crisis financiera de 2008, pero después bajó y se ha mantenido estable últimamente. No parece, pues, que el aumento de la desigualdad en renta explique las dificultades de las clases medias o el malestar social.

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Si en vez de evaluar las desigualdades en renta examinamos la riqueza, los resultados son, sin embargo, muy diferentes y muestran un fuerte y preocupante incremento de la desigualdad. Podría parecer que renta y riqueza deben evolucionar de forma similar, pero no siempre es así. La riqueza de las personas, el patrimonio descontando las deudas, es el resultado de la acumulación de renta no gastada, pero también del incremento de valor de los activos y, muy especialmente, las viviendas.

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La encuesta de situación financiera de las familias realizada por el Banco de España muestra dos rasgos muy significativos en los últimos veinte años. Lo primero es que la riqueza de los hogares ha caído o se ha mantenido estable para el 75% menos rico, mientras que ha aumentado para el 25% con mayor patrimonio. Es decir, la desigualdad de riqueza ha aumentado de tal forma que, en este caso sí, el índice de Gini ha pasado de 58 a 68. Un segundo hecho remarcable es que, cuando se analizan los datos por cohortes, observa que la generación protagonista del grosor de la mejora en riqueza es la que corresponde a los nacidos entre 1937 y 1957. Esta cohorte experimenta un gran aumento de su patrimonio gracias al espectacular incremento en el valor de las viviendas que tiene lugar después de la introducción del euro. Son personas que tenían entonces entre 40 y 60 años y habían adquirido inmuebles en la época de la peseta, antes del fuerte y permanente descenso de los tipos de interés.

En conclusión, la percepción popular es acertada. El crecimiento macroeconómico oculta que las clases medias, efectivamente, se están empobreciendo. Quizás no en términos de renta, pero sí en riqueza. Porque, de hecho, la principal desigualdad que ha emergido en los últimos veinte años es generacional, entre padres e hijos, y tiene sus raíces en el mercado de la vivienda. La introducción del euro fue un cambio estructural de la demanda que no se acompañó de las medidas de oferta necesarias para moderar los aumentos de precios. Desgraciadamente, cuando la economía y la demografía vuelven a presionar, persistimos en políticas contraproducentes que, tratando de ayudar a los jóvenes, inciden erróneamente en las ayudas a la demanda y el control de los precios, en vez de preocuparse del aumento de la oferta. Que el patrimonio pueda pasar de padres a hijos no es, naturalmente, ningún consuelo. No soluciona el problema distributivo y, además, el progreso de una sociedad requiere que las nuevas generaciones tengan oportunidades de mejora a su alcance y no una expectativa, incierta y desigual, de vivir de rentas.