La democracia, amenazada

Ha sido el discurso de la semana y va a durar años. Me refiero al discurso de Trump en la ONU, y no lo digo solo por la egolatría, las mentiras y las amenazas, que ya podíamos dar por descontadas, sino por lo que consagra y por lo que anuncia.

El presidente de Estados Unidos ha entronizado ante el mundo el desprecio a las instituciones internacionales, la ridiculización de la cooperación multilateral y la burla a los criterios científicos.

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Pero más grave que todo lo que dice es la señal que envía, que no es otra que el fin de la democracia. Trump sitúa su presidencia por encima de la ley. En el funeral de Charlie Kirk fue claro: "Odio a mis opositores". En su visión, el frágil mecanismo político que permite los equilibrios y alternancias al poder es una ingenuidad que no tiene nada que hacer ante la voluntad del líder supremo. Quien envía a la gente a asaltar el Capitolio, quien saca las tropas a la calle de sus ciudades y quien rebautiza el Pentágono como Departamento de la Guerra está anunciando que a partir de ahora el mundo vivirá en un estado de excepción permanente, lo que obligará, inevitablemente, a la suspensión indefinida de las reglas de la democracia.

Pero tan importante como la fascinación perturbadora de su discurso fue el impacto con el que fue recibido. Era el silencio del conejo inmóvil, deslumbrado por los faros del coche que está a punto de atropellarlo. Trump aturde al mundo presentando la realidad desde sus intereses, sentado sobre su largo brazo armado. Pero la realidad es mucho mayor e incluye la paz y la decencia, que, como la democracia, no podemos dejarnos arrebatar.