Si la democracia es el problema, ¿cuál es la solución?
No pasamos por un buen momento de la relación, siempre complicada, entre el mundo de la política democrática institucionalizada y el latido social. Cuando parece que salimos de uno de los muchos temas que nos inquietan, ya entramos de lleno en otro tema tan o más complicado que el anterior. Las acusaciones y descalificaciones son frecuentes más que nunca, hay quien se empeña en seguir haciendo cosas que son difícilmente justificables hoy en día, y todo ello no ayuda a buscar espacios desde donde avanzar. No consuela demasiado ver que éste no es un tema sólo de nuestra casa, sino que afecta a países y lugares de cualquier rincón del mundo. En situaciones como éstas hay quien practica la añoranza y recuerda que antes la política y los políticos eran mucho mejores. Pero, al margen de que esto no sea del todo verdad, al final nada consuela, ya que el ruido crece, el panorama no mejora y los días van pasando.
Parecía que las cosas habían recuperado una cierta normalidad tras el gran momento de incertidumbre y excepcionalidad que representó la pandemia. Pero lo que hemos recuperado, al margen de superar la excepcionalidad sanitaria, son costumbres y formas de vivir que quedaron abruptamente interrumpidas, sin reducir ni la incertidumbre ni la enorme complejidad del momento que vivimos. Estamos en tiempo de lo que se llama policrisis. Una mezcla casi infinita de problemas entrecruzados que afectan al futuro del planeta, la propia existencia humana, la continuidad del trabajo que tenemos, la forma de comunicarnos, el hecho de encontrar un lugar para vivir, lo que nos hace sentir quienes somos o, por decir sólo unos pocos, qué haremos y quién nos cuidará cuando seamos mucho mayores de lo que ya somos. Buscamos seguridades, certezas, datos que nos permitan realizar planes, establecer calendarios, tomar decisiones. Pero la configuración misma de esta intersección de problemas y inquietudes no lo hace fácil.
Estábamos acostumbrados a plantearnos preguntas de las que no sabíamos la respuesta. Hoy en día lo nuevo es que nos enfrentamos a interrogantes o cuestiones que nunca nos hemos planteado. Podríamos decir que tenemos delante de cosas que no sabemos que no sabemos. Y ahí la cosa se complica. Ya lo decía el gran Jorge Wagensberg: "La incertidumbre es la complejidad del entorno". Y ese entorno se ha complicado enormemente. En esta situación, muchos de los instrumentos que habíamos construido para reducir la complejidad, mediante modelos en los que escogíamos algunas variables y planteábamos posibles combinaciones, ahora no acaban de funcionar, ya que, como decíamos antes, todo se conecta y se complica a la vez. Si añadimos la falta de adecuación de los procesos de decisión y gestión de muchas instituciones públicas, acostumbradas a trabajar más desde la jerarquía y la distribución de competencias que desde la complejidad del problema, y si añadimos lo necesario, pero muchas veces ensordecedor, contraste de posiciones ideológicas, el resultado no acaba siendo lo que necesitaríamos.
En esta situación, los políticos acumulan reproches e improperios y la democracia parece en crisis terminal. Pero deberíamos preguntarnos cómo resolveríamos los problemas colectivos sin encargar a alguien que tome decisiones en nombre de todos, después de un proceso de debate y de elección en el que están llamados a participar el conjunto de los ciudadanos a partir de cierta edad. Las alternativas ya las conocemos: alguien que decida en nombre de todos de forma autoritaria o alguien que lo haga, igualmente en nombre de todos, desde su sabiduría o competencia técnica. Tenemos historia suficiente detrás para saber que estas alternativas, por golosas que parezcan a veces, más bien llevan a situaciones aún peores de las que las originaron. La democracia sigue siendo la solución. Es precisamente un sistema pensado para manejar las crisis. No hay crisis como tal de la democracia, ya que precisamente el escenario natural de la democracia es afrontar de forma colectiva las situaciones de crisis constantes que una sociedad plantea, y abordarlo desde lógicas colectivas y no autoritarias o tecnocráticas.
Esto no quiere decir que no sea necesario hacer nada, cuando precisamente vemos como los jóvenes, carentes de las vivencias que implica haber vivido sin libertades, comienzan a valorar la resolución efectiva de los problemas que les afectan más que la calidad de la propia democracia. Necesitamos reforzar los procesos decisionales, con más evidencias y más ciencia, implicar a la ciudadanía en las decisiones que les afectan, salir del bucle en el que la política parece sólo hablar de lo que afecta a los propios políticos. No será sencillo, pero la crisis de la democracia no tiene horizonte al margen de la propia democracia.