Nunca digas 'socialdemocracia'
¿Es hoy la socialdemocracia un simple epígono obsolescente de los viejos y buenos tiempos de la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial? Expresada así, la pregunta tiene un componente provocador, pero en el fondo es lícita. En los análisis sobre el cada vez más claro ascenso de la extrema derecha en Occidente (el resto del mundo funciona ahora mismo con otras contraposiciones ideológicas) se oculta púdicamente la quiebra de una socialdemocracia que ya no reivindican de manera explícita ni los propios socialdemócratas. Hay palabras in y palabras out, y esta es una de ellas: basta con pensar en el lenguaje del presidente de la Generalitat de Catalunya o en el del gobierno español. Ni Illa ni Sánchez utilizan la palabra de forma habitual. Denostada con la nariz fruncida por la izquierda paródica que cree que el bienestar es una capitulación de ideales moralmente más elevados, y vejada también por los ultras que han transformado el resentimiento en programa político y la desmemoria histórica en estrategia a largo plazo, la socialdemocracia pasa por uno de sus peores momentos. Parece que para mucha gente la socialdemocracia es un proyecto político agotado, una cosa de otros tiempos incompatible con la depauperación de la clase media. Incluso hay quien le endosa una parte sustancial de responsabilidades de la crisis de 2007/2008, al haber apostado por un endeudamiento público constante y sin límites: una especie de segunda burbuja paralela a la de determinados sectores productivos privados.
Es cierto que el crecimiento sin medida de la construcción estuvo indefectiblemente ligado a las políticas municipalistas basadas en transformar los impuestos del ladrillo en golosinas electoralistas camufladas bajo supuestas "políticas sociales" (en realidad eran, y a menudo todavía son, "políticas de condescendencia", para entendernos). Este análisis es matizable en muchos sentidos, pero en último término se ajusta a lo que ha ido ocurriendo desde entonces. Ciertamente, la socialdemocracia es algo más que un epígono obsolescente de la reconstrucción europea; entendida como ideología, sin embargo, resulta incomprensible sin apelar a las circunstancias irrepetibles de hace cinco o seis décadas. Durante varios años, los socialdemócratas de toda Europa esgrimieron que ellos eran un punto equilibrador, e incluso conciliador, entre el estatalismo radical del bloque comunista y el capitalismo de matriz liberal (hoy, por esas paradojas de la historia, el capitalismo salvaje forma parte de un régimen comunista, el chino). Hace medio siglo –en 1975, pongamos por caso– todo esto de la socialdemocracia sonaba muy bien. De hecho, tal y como estaban las cosas, sonaba a música celestial, gracias, en parte, a la idealización de los países escandinavos. Ahora, sin embargo, este equilibrio entre las democracias liberales y una cosa que de facto ya no existe simplemente no suena a nada. Ya no tiene sentido, al menos cuando se apela a este tipo de armonización o equilibrio entre unos extremos que fueron tragados por la historia en 1989. Los retos actuales de las sociedades occidentales poco tienen que ver con todo ello, a pesar de que la URSS haya vuelto repintada y bajo otro nombre (pero no bajo otro estilo). Al parecer, a la gente le preocupan otras cosas, y actúa consecuentemente en las urnas. En el Parlamento Europeo, los partidos de derecha radical lograron 187 escaños, casi el 26% del total, frente a los 135 que tenían anteriormente. Aunque no hay datos desglosados por clase social en todos los países de la Unión, una parte creciente de la clase trabajadora –especialmente en zonas industriales afectadas por la deslocalización, el paro o la precariedad– ha girado hacia la extrema derecha como reacción a la globalización, la inmigración y el cambio cultural. En Francia, Reagrupamiento Nacional ha recibido un apoyo claramente mayoritario en barrios obreros y zonas rurales, donde antes predominaba el voto de izquierdas. En Alemania, la AfD se ha convertido en la segunda fuerza política, con un fuerte apoyo en regiones del este del país, es decir, de la antigua Alemania comunista.
En cualquier caso, el descrédito de la socialdemocracia europea no equivale exactamente a una victoria de la derecha tradicional: este esquema simétrico y rígido entre derechas e izquierdas se diluyó hace mucho tiempo. Los ciudadanos, como es natural, buscan en las urnas soluciones para sus variados problemas, no otra cosa. Si lo que se les ofrece son nostálgicas apelaciones al mundo ideológicamente dual de la Guerra Fría, quizá se acabe consumando la deserción de las ideas fundacionales europeas.