Cuánta dignidad
Es algo curioso ver cómo, a causa de los caprichos electorales, los mismos que condenaron a Pere Aragonès a la inacción y, finalmente, a la convocatoria electoral, exigen ahora a los republicanos que se muevan en todas las direcciones posibles, ya toda prisa. ERC lo tiene difícil para satisfacer a todos, empezando por sus militantes, en una situación aritméticamente tan enrevesada, y en un marco de crisis de liderazgo. Lo que necesita el partido, después de un ciclo electoral desastroso, es digerir la derrota, aprender de los errores y no cometer nuevos, pero eso parece imposible, dado que sus votos son decisivos en Barcelona, en la Generalitat y en Madrid .
Los republicanos son prisioneros de un triángulo de inercias muy poderosas. En el primer vértice, la apelación a la “dignidad” que enarbolan los puristas para oponerse a cualquier entendimiento con Junts o con el PSC –obviamente, por razones distintas–. En el segundo vértice se encuentra el independentismo no adscrito, pero manipulado por Junts, que apela a la unidad, que significa doblegarse ante las conveniencias tácticas de Carles Puigdemont. Y el tercer vértice es el del pensamiento progresista, que controla el PSC, y que reivindica cerrar el paso a Junts para olvidarse del Proceso, entendido como una alucinación colectiva ya caducada.
Para hacerlo más sencillo, podríamos decir que ERC debe resistir una tendencia muy extendida en el establishment catalán, que es la vuelta al bipartidismo clásico que encarnaban CiU y el PSC. Reparto del poder, política sin estremecimientos, modelo económico compartido, coartada por las apolilladas teorías del nacionalismo burgués y el progresismo charnego que algunos rapsodas de extrarradio, o de chalet, querrían convertir en el prólogo de una españolización definitiva, disfrazada de justicia social con estética multiculte. Contra todo esto surgió el ERC de Carod, y Puigcercós, y Junqueras –y la CUP de David Fernández–, pero su dura derrota indica que los electores, o añoran el pasado, o quieren que la alternativa la gestionen personas nuevas, con nuevas ideas.
No sabría decir cómo debe diseñar ERC el futuro. Pero sí creo que en el presente hay problemas que piden solución y que, como diría Aznar, quien pueda actuar debe hacerlo. Ante los obstáculos a la amnistía y la persistencia del lawfare, me alegro de que ERC haya pactado con Junts y la CUP la mesa del Parlament para garantizar que los diputados en el exilio puedan votar; ante el suicidio colectivo que supone la apuesta por el turismo avaricioso e incívico, no me parecería mal que ERC utilizara su peso en el Ayuntamiento de Barcelona para forzar al PSC a un cambio de modelo de ciudad. Estos dos movimientos son opuestos pero no contradictorios. Solo pueden quejarse quienes creen que el ideario del partido es demasiado puro para ensuciarlo con pactos, quienes no pueden ni quieren olvidar los agravios contraídos tanto por Junts como por el PSC. La dignidad.
Ahora se acerca la prueba de fuego, que es la investidura de Salvador Illa, y ya sabemos que haga lo que haga ERC, como decía el poeta, una de las dos Cataluña tiene que helarle el corazón. Pero si lo que está en juego es una financiación propia para la Generalitat –una en serio, un concierto económico con cuota fija de solidaridad, y no una farsa singular como la que seguramente propondrá el PSOE–, la obligación de un partido con espíritu de servicio es, al menos, intentarlo. Y hacerlo sinceramente. Si la cosa fracasa y nos dirigimos a una repetición electoral, ERC podrá decir que, al menos, no ha actuado por conveniencia. Porque es evidente que no le conviene. Quién sabe si esto no es más digno que inhibirse del todo.