El dilema agrario: quien día pasa, año empuja

Desde que se difundió la industrialización en el mundo occidental, se ha vivido una tensión entre la protección del sector primario –agricultura y ganadería– y su progresiva reducción por las fuerzas del cambio técnico y de la competencia internacional. Con la abolición, en 1846, de las Corn Laws (las leyes que protegían arancelariamente a los productores de cereales del Reino Unido) se inició un camino de más de treinta años –en algunos casos cuarenta o cincuenta, o incluso hasta 1913– de librecambismo creciente en todo el mundo. Reino Unido importó productos agrarios de todas partes a cambio de exportar los productos de su industria. Los precios de los alimentos descendieron, los salarios reales subieron, y todo iba bien hasta que Europa se vio inundada por cereales baratos procedentes de Ultramar (las Américas –Norte y Sur–). La solución para muchos campesinos europeos fue emigrar hacia las Américas a hacer de campesinos. Pero algunos países –Francia el primero, pero España poco después– reaccionaron protegiendo a su campesinado con aranceles más altos. Cuanto más democráticos eran los países, antes daban este paso.

El cambio proteccionista se convirtió en permanente con la Primera Guerra Mundial. Con una breve excepción durante los años veinte, desaparecieron los ideales de libre cambio global que beneficiaban a las clases obreras del mundo rico. Durante la Gran Depresión de los años treinta, acentuada por la dureza del cambio proteccionista de Estados Unidos, todos los países y bloques imperiales tuvieron que promover políticas más proteccionistas de sus sectores primarios. La Segunda Guerra Mundial no hizo más que acentuar ese movimiento. Al salir de la guerra, se enfrentó la expectativa de los países exportadores de alimentos –América Latina, principalmente– de volver al comercio libre, con la de los campesinos europeos de mantener su protección.

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El estallido de la Guerra Fría hizo inevitable olvidar América Latina y proteger al campesinado de la Europa Occidental. El Plan Marshall, primero, y la Comunidad Económica Europea, después, fueron la concreción política de esta necesidad de garantizar protección de ingresos al campesinado europeo, evitando así que votaran comunista. El decreciente peso del sector primario hacía más digerible esta decisión. El crecimiento de Europa Occidental lo compensaba todo. El peso de las subvenciones agrarias iba reduciéndose en el presupuesto comunitario y permitía dirigir nuevos desafíos y poner en marcha nuevas políticas.

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En las últimas décadas, desde la creación de la Organización Mundial del Comercio en 1995, la Unión Europea activó una política de acuerdos de libre comercio con países o grupos de países en los que conseguir abrir mercados para la industria y los servicios europeos a cambio de concesiones en el terreno agrario. No se liberalizaba la agricultura a nivel mundial, pero la UE abría un poco su mercado. La Política Agraria Comunitaria permitía compensar parcialmente estos movimientos. Por su parte, el compromiso de reducción de emisiones de CO₂ también impactaba sobre toda la economía de la UE, incluido el sector primario. Ambos movimientos han erosionado a las rentas del mundo rural. Cuanto más asumida estaba la protección de rentas, más insoportable se hacía ese deterioro. Francia es el ejemplo paradigmático, pero no el único.

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Hay que decir que la experiencia de la UE es la de todos los países industriales ricos, en Extremo Oriente (Japón, Corea del Sur), en el Sudeste Asiático (Tailandia), en Norteamérica (Estados Unidos) y en Europa, especialmente si son más o menos democráticos. Todos deben hacer lo mismo: proteger a sus agricultores o perder las elecciones. No lo han hecho países pobres que querían industrializarse a la fuerza. Si eran comunistas (la URSS de Stalin o China de Mao), el resultado han sido hambrunas en las que morían millones de personas –especialmente campesinos a los que se expropiaban las cosechas para alimentar a los obreros industriales y las ciudades–. Si no eran comunistas, el resultado era la emigración masiva del campo hacia las ciudades –estas ciudades con millones de habitantes viviendo en barracas– y pobreza permanente.

No hay soluciones fáciles al malestar campesino ni a la protección del campo . Va a épocas. Cuando es fácil marcharse del campo y vivir mejor en la ciudad o cuando es posible vivir mejor en el campo produciendo y elaborando artículos o servicios competitivos, el campo no es ningún problema sino una solución. Cuando no hay alternativas fuera del campo o cuando el campo no puede competir en modo alguno, tenemos un problema político importante. Si este problema nace de regulaciones “urbanas” para reducir la emisión de CO₂, el mundo campesino no lo digiere bien porque siempre ve que contamina más al mundo urbano. Si nace de tratados de libre comercio se siente directamente agredido dado que es perdedor y los ganadores no le compensan. En los países democráticos la solución siempre pasa por encontrar nuevos equilibrios que permitan el “quien día pasa, año empuja”.