EE.UU.: una prueba de estrés para la democracia

Hoy la transgresión es de derechas. Lo es mucho más que la de una izquierda que se muestra envejecida y desconectada de buena parte de la ciudadanía, incluida la de ingresos medios y bajos.

Actualmente conviven diferentes tipos de movimientos de derecha extrema en el panorama internacional: ultraliberales económicos (Milei), fundamentalistas religiosos (Estados Unidos, Polonia), nacionalistas de estado que jerarquizan el “patriotismo” por encima de los valores y principios de las democracias (extrema derecha europea o, a pequeña escala, miembros del poder judicial español), neoconservadores tradicionales que critican por amoral la cultura laica (ven erosión del papel social vinculante de la familia o la religión). Pero hay un elemento adicional que convierte a algunos de estos movimientos en más que preocupantes: una desconexión crítica respecto a los valores y principios organizativos de las democracias liberales.

Afirmar que EE.UU. es una república representativa parece trivial. Pero solo lo es si olvidamos el sentido histórico de emancipación individual y colectiva que representó establecerla. Las trece colonias americanas eran parte de la monarquía británica, de la que se despegaron a través de una revolución y de una guerra que acabó siendo de carácter secesionista.

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Habitualmente se ha dicho que el sistema político surgido de la revolución americana –pese a sus dos grandes manchas negras, el esclavismo y el genocidio práctico de los nativos americanos– fue la obra de unos genios (Jefferson, Madison, Franklin, Adams, etc.) que funciona bien a pesar de que la presidencia y el gobierno los ocupen unos imbéciles. Y de esto hay casos históricos y recientes.

Hasta el tiempo de la Ilustración se mantenía la tipología clásica de las tres formas de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia (Platón-Aristóteles). Y también desde los tiempos antiguos generalmente se consideraba que ninguna de ellas era conveniente. Las dos primeras conducían a formas despóticas de tiranía y oligarquía, mientras que la democracia se asociaba a prácticas irracionales, demagógicas e irresponsables (recordemos que ya en el siglo IV aC se introdujeron reformas que limitaban el poder de la Asamblea de Atenas).

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La alternativa fue postular una “república representativa”, defendida de forma inequívoca, entre otros, por Thomas Paine, un inglés que participó activamente en las revoluciones americana y francesa, como pensador político y como activista práctico. Sus tres obras principales, Sentido común (1776) –publicado medio año antes de la Declaración de Independencia (unilateral, naturalmente)–, La crisis americana (periodo de la guerra secesionista, 1776-1783) y Derechos del hombre (1791-1792) han sido felizmente traducidas al catalán por Ramon Cotarelo (IEA 2023). La "representación" aquí no es solo vista como una técnica liberal de control del poder, sino como un derecho de los ciudadanos. El resultado institucional fue doble y muy influyente: la forma de gobierno presidencialista y el federalismo como técnica de control entre poderes para resolver la tensión entre la centralización federal y el autogobierno de los estados federados (antiguas colonias).

Estos dos productos institucionales de la revolución americana han mostrado poseer una gran estabilidad. Han resistido todos los cambios y crisis, guerras incluidas, en sus 235 años de existencia. Algo más que notorio. Sin embargo, el sistema institucional americano soporta hoy una nueva prueba de estrés con el fenómeno Trump (recordemos: deslegitimación de los resultados electorales, asalto al Capitolio, actitudes autoritarias...).

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El Partido Demócrata está hoy a la defensiva –representa al establishment– ante un Partido Republicano que ha cambiado los estilos de la confrontación política, galvanizando el resentimiento hacia las élites políticas y culturales que muestra buena parte de la población. Se trata de sectores sociales que ven a las élites y a las instituciones muy alejadas de sus valores e intereses. Y esto no afecta solo a la población blanca, sino que incide también en sectores de la población negra y de las minorías étnicas. Así, el Partido Republicano ha pasado a la ofensiva también en el ámbito de las "guerras culturales" (políticas de la identidad, derechos de las minorías étnicas, de género, ecologismos, etc.).

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Se trata de un estilo transgresor que señala hoy la dirección a organizaciones de la derecha y de la extrema derecha europea, incluida la influencia en las generaciones más jóvenes con voluntad transgresora. Un estilo que tiene un primer referente histórico en la presidencia de Andrew Jackson (7º presidente, 1828) que ya defendió un posicionamiento antielitista, contra la corrupción y en favor del ciudadano “común”.

Todo esto supone un retroceso en términos de la emancipación individual y colectiva que significó la revolución americana. Esperemos que el sistema resista esta nueva prueba de estrés y que, aunque pueda ganar Trump, se mantengan las libertades y la separación de poderes, los dos pilares fundamentales de los estados de derecho. Pero estamos hablando de cuestiones empíricas, no de cuestiones lógicas, y la práctica es la que manda. Hay que estar muy atentos a las elecciones americanas de noviembre y a sus consecuencias, que, paradójicamente, pueden ser más influyentes en Europa y en el mundo internacional que en EE.UU.

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(Nota final. Recomendable el nuevo libro editado por cuatro politólogos catalanes de la nueva generación, Filosofia política. Una introducció, UBe, 2024. Riguroso y entendedor.)