La Europa del malestar

Protestas. El invierno europeo comienza a acumular urgencias. No solo por esta llamada tridemia en la que confluyen el virus de la gripe, el covid-19 y otras enfermedades respiratorias, que llenan los centros sanitarios de Italia, España, Alemania, Francia o Reino Unido. El virus del descontento vive instalado en el corazón de la Unión Europea.

Olaf Scholz encara su propia revuelta de unos chalecos amarillos a la alemana. Las protestas de los agricultores por los recortes de las subvenciones en el sector han llenado las carreteras de columnas de tractores: han bloqueado el acceso a las autopistas y han plantado cara a ministros y viajeros. Es la última demostración de fuerza, que se suma al encarecimiento de los peajes, una huelga en el sector ferroviario, el Deutsche Bahn –en “crisis permanente”, según una auditoría oficial, con deudas millonarias y el menor nivel de puntualidad en ocho años– y la amenaza de paro en el sector sanitario por exigir más apoyo estatal para un sistema sobrecargado.

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El malestar con el gobierno de coalición del canciller Scholz es transversal y mayoritario. El 82% de los votantes alemanes declara estar poco o nada contentos con la actuación de la coalición de socialdemócratas, Verdes y liberales. Mientras la extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD) cuenta ya con sacar réditos electorales de este descontento, un nuevo partido de izquierda populista y antiinmigración ha nacido –desde el entorno de Die Linke– con la voluntad de captar voto protesta y llevarse una parte del electorado de la AfD.

Renuncias. También hace aguas el gobierno francés. Los rumores de dimisión de la primera ministra, Élisabeth Borne, han acabado materializándose, pero la crisis política no se va a parchear con un relevo del frente del ejecutivo. Si los índices de aprobación de Borne estaban cerca del mínimo histórico del 23%, el de Emmanuel Macron apenas alcanza el 27%, según una reciente encuesta. Tras protestas masivas contra la reforma de las pensiones y deserciones políticas de algunos ministros por la aprobación de una vergonzosa ley de inmigración, con los votos a favor de la extrema derecha, la deriva política del macronismo es extrema.

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El supremacismo europeo se va institucionalizando. La nueva ley de inmigración francesa acaba implantando la "preferencia nacional" que durante décadas ha reclamado la extrema derecha. Por eso Marine Le Pen considera que el texto es "una victoria ideológica" para su movimiento. En las últimas elecciones presidenciales, Le Pen prometía institucionalizar la discriminación en favor de una concepción excluyente y jerárquica del sentido de pertenencia, que implicaba saltarse la igualdad ante la ley. Macron lo ha hecho posible.

Derrotas. La xenofobia se fortalece y el optimismo ultra es cada vez más evidente. Basta con ver las imágenes de la concentración, el domingo en Roma, frente a la antigua sede del neofascista Movimiento Social Italiano (MSI), ahora transformado en Alianza Nacional –partido en el que militó de joven la primera ministra, Giorgia Meloni–. Cientos de personas haciendo el saludo fascista. La oposición italiana pedía ayer la disolución de los partidos de extrema derecha.

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En Irlanda, las tensiones sobre un cada vez más tensionado sistema de asilo también han entrado en la agenda política tras los disturbios raciales vividos en Dublín a finales de año, y pueden determinar las elecciones generales previstas para este año .

El pesimismo individual y colectivo se han instalado en el imaginario de una parte importante del electorado. La idea de Europa se está reescribiendo, a marchas forzadas, desde la desorientación política de unos y el descontento social, pero con la agenda ideológica de quienes, a golpe de crisis, han logrado imponer un lenguaje y unas políticas determinadas.