Durante los años más duros del Procés, cuando ese frente formado por el poder ejecutivo, el judicial, el policial y el mediático alcanzó un grado de impunidad sin precedentes, se elaboró una teoría ad hoc para explicar por qué la mayoría –o la casi mayoría– de los catalanes estaban a favor de la independencia. ¿Cómo podía ser que, según ellos, todas aquellas personas fueran contra la razón, contra el sentido correcto de la historia, contra los valores de la Constitución "que nos hemos dado entre todos"? ¿Qué estaba pasando? Obviamente, se negaban a constatar que aquello era una decisión libre y democrática compartida por millones de personas. No, ni hablar: lo que ocurría en realidad es que éramos unos pobres desgraciados a quienes la escuela catalana y TV3 y otros medios habían lavado el cerebro. Y punto. Por tanto, fuera cual fuera el resultado, no era lícito. Es exactamente el mismo argumento que he escuchado estos días en relación a los resultados de las elecciones europeas. En un par de papeles he observado incluso una patologización –en el sentido literal del término: con el uso de vocabulario psiquiátrico– de ciertas ideas. Tampoco esto es nuevo. Uno de los personajes más intelectualmente siniestros del franquismo, y también uno de los más influyentes, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, llegó a afirmar: "En todo resentido hay un marxista, aunque él no lo sepa". Espectacular. Cuestionar la Agenda 2030, aunque sea argumentadamente, ¿también es cosa de resentidos patológicos? ¿Están alienados, no hay que hacerles caso, no tienen razón, van contra el sentido correcto de la historia, etc.?
Sin embargo, resulta que en Francia, Países Bajos, Italia, Letonia, Austria y Polonia (aquí casi empatando con los populares) han ganado partidos que cuestionan algunos puntos muy concretos de la citada Agenda 2030. En Alemania, Hungría y Rumanía han quedado los segundos. No estamos haciendo referencia a hechos anecdóticos, sino a países como Francia, Italia o Alemania, es decir, al verdadero pilar de la Unión Europea. Ante estos resultados hay, en mi opinión, tres posibilidades. La primera es acusar a los ciudadanos europeos de haberse equivocado, de ir contra el sentido correcto de la historia, etc. Para salir del paso es sin duda la vía más fácil. La opción inversa es también sencillísima (y peligrosía): asumir, en aras de una cierta condescendencia hacia le peuple menu, los programas políticos a menudo troglodíticos de las formaciones de extrema derecha. La tercera posibilidad es mucho más complicada porque implica casi refundar la Unión Europea por la vía de un nuevo consenso. Bruselas se mueve por inercias, y hoy la inercia más fácil de mascar es la de lo ridículamente correcto. Dejarla atrás, hay que admitirlo, implicaría un estropicio importante a corto plazo, pero a la larga no generaría la desafección de tantos millones de europeos, como acaba de pasar ahora.
El 23 de junio del 2016 los británicos decidieron irse de la Unión Europea. La decisión era arriesgada. Hoy, ocho años después del referéndum, ni la libra esterlina se ha devaluado por debajo de un euro como decían algunos (mientras escribo esta frase cotiza a 1,18) ni el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte ha perdido su peso internacional: son la sexta economía mundial. Explico esto porque uno de los principales alimentos del euroescepticismo duro, el que quiere abandonar la Unión Europea en vez de intentar mejorarla, es justamente este. En todo caso, la cuestión de fondo es la que ya sabíamos antes de estas elecciones: muchas personas consideran que la forma en que se está aplicando la Agenda 2030 resulta objetivamente lesiva para sus intereses. Antes existía la excusa de decir que solo eran cuatro gatos resentidos y marginales. Después del 9 de junio de 2024 este argumento numérico ya no cuela. Es evidente que la mayoría de los personajes que hoy se aprovechan de un malestar que no es en absoluto imaginario tratarán de vender productos ideológicos potencialmente tóxicos. Yo creo que entre afirmar, por ejemplo, que los inmigrantes tienen la culpa de todo y proclamar que no generan ni una sola disfunción en la sociedad que los acoge existe un razonable promedio. Era, justamente, lo que asumió la socialdemocracia o la democracia cristiana antes de la irrupción de un lenguaje que enmascara los problemas tangibles y al mismo tiempo hace aflorar los imaginarios. En esta situación, el progresismo de matriz ilustrada –el progresismo moderno, no el posmoderno de la Agenda 2030– todavía tiene muchas cosas que decir. Todo esto del domingo no va en broma ni es un pequeño susto. Es un aviso claro y serio que sería muy irresponsable ignorar.