Eurovisión en el Congreso
Muy desorientada ha de ir una izquierda que se aferra a un concurso de canciones para convertirlo en materia de reivindicación y debate público, pero es exactamente lo que ha pasado con el Benidorm Fest, celebrado el fin de semana pasado. Como debe de saber más o menos todo el mundo, el certamen tuvo como resultado —contra pronóstico y con polémica incluida— que la representante de España a Eurovisión no fuera la catalana Rigoberta Bandini (que canta sobre la liberación de los pechos y por lo tanto representa el feminismo) ni el grupo Tanxugueiras (que cantan en gallego y otras lenguas vernáculas y por lo tanto representan la diversidad lingüística), sino la también catalana –de Olesa de Montserrat– Chanel Terrero, que canta sobre volver locos a los daddies haciendo doom doom con el boom boom por Miami, y que por lo tanto representa el sexo remunerado y los valores de la derechuza de toda la vida.
De acuerdo, Eurovisión es un festival rancio y más bien casposo, pero esto también lo sabemos desde siempre. Si los progres nos hemos querido empoderar haciendo nuestro un festival que ya solo servía para enviar candidatos irónicos como Chikilicuatre, y de repente hacer ver que librábamos otra guerra cultural sin ton ni son, es nuestro problema. Y miren hasta dónde debe de llegar este problema que el sindicato CCOO ha pedido a RTVE que deje “sin efecto” la victoria de la cantante Chanel y ha solicitado las actas de las votaciones del Benidorm Fest, mientras que los grupos parlamentarios del BNG y de Galicia en Común, asumiendo la representación del club de fans de Tanxugueiras, han llevado la cuestión al Congreso de los Diputados, en forma de varias preguntas parlamentarias que han presentado este lunes mismo. Ignoro qué resultado tendrán, porque, como ya no tienen sentido las preguntas, tampoco podrán tener las respuestas. Tanto da: hace tiempo que la norma fundamental del juego de la política es, precisamente, el absurdo, la ausencia de sentido, la gesticulación sin contenido. Tanto da el PP difundiendo a diestro y siniestro imágenes de Pablo Casado rodeado de vacas y ovejas, como la izquierda supuestamente transformadora haciendo casus belli de la elección de la canción que va a Eurovisión (y equivocándose, porque después de haber oído conversar a la cantante Chanel, y de ver a su madrina tan entusiasmada en Olesa, tratar su victoria como un asunto de estado será una acción antipática que se les girará en contra).
Hacer una canción a los pechos no es feminismo, cantar una canción en una lengua “cooficial” no es diversidad lingüística, y quejarse de Eurovisión no es hacer política progresista. No tendrían que serlo en una democracia evolucionada y plenísima, como se supone que es la española. Ahora bien, no es un mal tan solo de España: en una sociedad occidental en la que el cinismo y la escenificación se han convertido en la pauta, en la que la queja y la revolución funcionan como reclamos publicitarios, indignarse contra el Festival de Eurovisión, o contra los enanos de Blancanieves, o contra cualquier cosa que tenga sentido, se ha convertido en la cosa más parecida a la revuelta que muchos son capaces de concebir.