Hace exactamente ocho años

El otro día, en una charla sobre historia de Catalunya, uno de los asistentes me habló de la debilidad crónica del sistema financiero catalán, y salieron a colación todos los intentos de la burguesía de dotarse de un gran banco, a pesar de la hostilidad vasco-madrileña, como en el caso del Banc de Cataluny (forzado a la quiebra en 1931) y de Banca Catalana (absorbido en los 80, víctima de errores propios y tejemanejes ajenos). Luego, claro, se habló de la opa del BBVA al Sabadell como un capítulo más de esta historia desgraciada, y noté que entre el auditorio había penetrado con fuerza la idea de que la opa era una agresión a uno de los nuestros y que el Sabadell tenía que seguir existiendo. Nombres importantes de la economía catalana, como los ex consellers Andreu Mas-Colell y Natàlia Mas, han expresado también en este diario sus razones contrarias a la fusión.

No pongo en duda las razones de quienes saben. Entiendo que deben corregirse las tendencias monopolísticas, el too big to fail que tan caro nos resultó en la última crisis, y que es bueno que el Sabadell sobreviva, pese a su dimensión internacional, porque tiene su sede aquí y conoce el tejido empresarial catalán. Dicho esto, mi posición natural como ciudadano, cuando se enfrentan dos gigantes financieros, tiende a la neutralidad absoluta. Y en el caso del Sabadell, ya que este domingo es 5 de octubre, me es difícil obviar lo que ocurrió tal día como hoy del 2017, cuando la institución, junto a La Caixa, decidió trasladar su sede fuera del territorio catalán, en respuesta al referéndum del día 1, de la movilización masiva del día 3 y del discurso de Felipe VI que avaló —y alentó— la represión del independentismo.

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Una de las gracias del Procés es que se cimentó en el voto de los ciudadanos, contra la presión del aparato del Estado, del PP y del PSOE, de los grandes grupos de comunicación catalanes, de la patronal y de la banca. Pero esta gracia se convirtió en desgracia cuando, a la hora de la verdad, los independentistas en el poder se encontraron solos en su intento de forzar al gobierno español a dialogar para encontrar una salida al conflicto político. El Sabadell y La Caixa ya se hicieron notar en la campaña de las elecciones del 2015, amenazando con marcharse y, prácticamente, con provocar un corralito si se producía una victoria de Junts pel Sí. Este intento de coaccionar el voto popular no impidió la mayoría absoluta soberanista, pero dejó claro que nuestros bancos tenían un concepto muy laxo de los valores democráticos.

Cuando después del 1 de octubre de 2017 La Caixa y el Sabadell decidieron hacer las maletas, actuaron para proteger exclusivamente sus intereses, sin tener presente ninguna otra valoración. Se me podrá decir que ni Fainé ni Oliu tenían ninguna obligación de simpatizar con la independencia, y es totalmente cierto. Pero también es cierto que la Generalitat se hartó de pedir diálogo a Madrid, y de suplicar la intercesión de todas las voces relevantes. Si los señores Fainé y Oliu, en vez de presionar y amenazar a la parte débil –es decir, la mayoría del pueblo de Catalunya–, hubieran tenido el coraje de descolgar el teléfono y presionar al presidente Rajoy, o incluso al rey, siendo como son personajes influyentes y con una gran capacidad de interlocución, es posible que las cosas hubiera sido distintas, hace ahora ocho años. No dudo que tanto Fainé como Oliu tuvieron que tomar una "decisión dolorosa", como afirmaron a posteriori. Pero lo cierto es que les faltó coraje en un momento decisivo de la historia de su país. Mucha gente ha celebrado que el Sabadell y la Fundació La Caixa hayan vuelto a Catalunya, ahora que mandan los suyos. Para mí, su presencia es un recordatorio perenne de lo que nos va a pasar si no nos portamos bien.