El factor Puigdemont

El ex president ha ido desapareciendo de la escena política catalana y convirtiéndose en un olvidado de lujo. A veces reaparece, pero es más una cuestión formal que una realidad profunda. Como las cerámicas de Lladró o los cargos públicos jubilados, está ahí y solo alguien se acuerda de vez en cuando, poniendo de manifiesto que algunas cosas quedan condicionadas a que todavía está en Waterloo. Aunque se manifieste, significa ya poco y se ha convertido en un peso muerto en la política del país. La mudanza tan rápida desde la cresta de la ola al más humillante de los olvidos nos demuestra que tempus fugit y que la capacidad de amnesia de las personas es inversamente proporcional a la disposición de enaltecer a líderes mitificados y jurarles amor eterno. Es obvio que, hasta que se le aplique la amnistía a la que algunos jueces se resisten, estará en medio como una piedra en el camino que obliga a dar vueltas a los caminantes, pero que ya casi solo es historia. Junts, sin embargo, queda atrapado políticamente. Aunque saque a relucir algunos líderes puigdemontistas, el partido requiere y lucha por volver a la realpolitik, rehacer el itinerario de los últimos años y recalar en CiU, como le reclaman los grupos de interés, y volver a preocuparse del mundo real como alternativa conservadora vinculada al viejo catalanismo, aunque el lenguaje sea soberanista. Pero es necesario, ante todo y para hacerlo posible, que Puigdemont salga de la ecuación y poder renovar así caras y políticas. Paradójicamente, son los jueces tan belicosos con el Procés quienes los mantienen anclados en las posiciones del 2017.

El PSC, pero también la posibilidad de recuperar una dinámica política más convencional, requieren que Junts vuelva para hacer de oposición o sea un posible socio realista y confiable para las cuestiones de país, que abandone de una vez la deriva insurreccional que empezó hace ya quince años. Los resultados de la apuesta no pueden ser más nefastos; es necesario que ponga fin a un aventurismo que ya ha cansado, incluso, a sus máximos valedores. El gobierno de Salvador Illa ha normalizado la política catalana, huyendo de ilusiones ópticas pero también de rencores, haciendo de la gestión y el progreso de Catalunya el principal propósito político, serenando la controversia identitaria catalana y rehuyendo la dinámica de confrontación. Su proyecto y actitud han ganado la partida en la sociedad catalana y se los ha hecho suyos mucha gente que no está ubicada justamente en el espacio socialista ni de la izquierda. Sin embargo, necesita una oposición también normalizada y que ejerza como tal, que no rememore un pasado reciente que tiene poco de memorable. Los escasos lazos amarillos que quedan en la calle se han marchitado, deteriorado y ensuciado y casi nadie mantiene la proclama largamente brandada del "Volveremos a hacerlo". Ya no hay quien crea en una nueva edición de una aventura muy cara en el campo económico y en lo que se refiere a la cohesión política y social; tampoco entre los independentistas. El gobierno actual no hace reproche a sus protagonistas, mira hacia adelante y da por hecha una reconciliación que no se ha verbalizado, pero que se ha dado de facto. Indultos y amnistía han contribuido a ello.

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La ley de amnistía que se aprobó, hace un año, en el Congreso de los Diputados se hizo por eso, pese al coste político en términos de crispación en España. Sin embargo, resulta paradójico que sea el poder judicial el que juegue en contra de superar la situación política enrarecida y encallada que se había generado. Dicen que la justicia es ciega, pero ¿es necesario que lo sea tanto? Es una medida para sobreponerse a una situación de conflicto, no para dictaminar si ética y moralmente los beneficiarios eran o no merecedores de recibirla. Los Parlamentos, al aprobar leyes, hacen política, y no son los jueces quienes deben pronunciarse sobre la intencionalidad y el propósito que hay detrás. La amnistía es siempre una medida de gracia que otorga quien puede hacerlo. Lo que ahora se hace es mantener la esfinge de Puigdemont en Bélgica como condicionante de la política catalana y española, aunque su papel sea cada vez más marginal que real; es retrasar innecesariamente una normalización imprescindible para todos. Carles Puigdemont, lo siento, ya no tiene un papel central en la política, se diga lo que se diga, más allá de un simbolismo devaluado. Sobre su exilio no se levantará liderazgo ni proyecto político alguno para el futuro. Él es el primero que lo sabe, pero su impasse jurídico paraliza una salida definitiva de la pantalla procesista que él representa. Él no gana nada, como tampoco un partido que se ve atrapado en una estrategia basada en un pasado ilusorio. Seguramente, es el propio ex president el más interesado en salir de en medio, volver y disfrutar largamente del regreso al anonimato político y, quién sabe, si a la indiferencia. La política catalana necesita superar este pasado reciente hecho de proclamas épicas que no llevan a ninguna parte. Parece que el poder judicial no lo quiere así.