Una falsa premisa

A riesgo de aburrir al lector, insisto en el asunto de mi último artículo (“Pueblos felices”, 17.10.2021), sobre la influencia de los restos de la historia romántica de Catalunya en el pensamiento de muchos catalanes. Lo hago porque me parece percibir, en conversaciones y correspondencias mantenidas sobre este asunto con amigos, una amargura, un resentimiento que proviene del testimonio de sucesos pasados, que son, por consiguiente, parte del legado de la historia, recogido en casa, en la escuela o en las lecturas. Es a esa historia a la que me refería, llamándola romántica. Amargura y resentimiento son malos consejeros y fuente de mal vivir; por eso me atrevo a sugerir que una revisión de esa historia podría facilitar el entendimiento entre unos y otros tanto como el desdoblamiento de un tramo de Rodalies.

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Lo que he llamado “historia romántica” parte del supuesto de que los pueblos dignos de ese nombre tienen un único destino, que es llegar a ser un estado soberano: Alemania e Italia son dos ejemplos de éxito en el cumplimiento de ese destino. La construcción de la nación es el hilo que sirve para engarzar en él los hechos que recoge el historiador. Ese diseño tiene ventajas: hace inteligible lo que, sin una trama, no sería más que una colección de hechos y personajes; convierte lo árido en ameno, y dota al pueblo de una identidad colectiva, presentada bajo una luz benigna que favorece su autoestima. En sus cimientos, sin embargo, el edificio contiene una premisa muy discutible: que existe algo que pueda llamarse el destino de un pueblo. En nuestra cultura solo Israel, a quien Jehová sacó de Egipto para instalarlo en Canaán, disfrutó de ese dudoso privilegio. Fue precisamente el Cristianismo el que dio al traste con la noción de pueblo elegido, porque para los cristianos son las personas, y no los pueblos, quienes pueden ser sujetos de elección.

¿Quién impone ese destino? La respuesta más corriente suele ser “la voluntad del pueblo”, es decir, el proyecto de unos pocos. En el caso de Catalunya, Soldevila lo lee en el paisaje: “Els fets geogràfics decantaran ben d’hora Catalunya […] a ser un poble amb tendències constants al govern propi” (Història de Catalunya (1934), I, p.2). Esa afirmación colorea todo el trabajo de Soldevila: cuanto favorece esas “tendencias constantes” es bueno, malo cuanto las frustra. Los tres siglos que median entre el Compromiso de Caspe (1412) y la caída de Barcelona (1714) son “un camí devallant, que […] té com a fites la sentencia de Casp, la unió amb Castella y la caiguda de Barcelona” (ibid., vol III, p. 1.) ¡Tres siglos de decadencia! De nada sirven las revisiones posteriores de esos hitos: la pujanza económica de Catalunya durante el siglo XVIII; los inicios de la industrialización, la apertura de las exportaciones, de aguardiente primero, de tejidos más adelante… Naturalmente, es una historia con altibajos, que solo puede considerarse de decadencia ininterrumpida bajo el prisma de la “desnacionalización”. Pero la historia romántica parece haberse impuesto.

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Se dice que la historia la escriben los vencedores, pero la historia romántica de Catalunya la han escrito quienes se consideran vencidos en su lucha por alcanzar el destino que ellos mismos han impuesto a sus lectores, hijos y alumnos. Es la historia que parece haber impregnado la mente de muchos catalanes, de aquellos a quienes he oído decir “és que hi ha molt de dolor”, una expresión que se escucha a veces al hablar de ese asunto; de ahí la amargura y el resentimiento que me parece percibir en muchos catalanes. Claro que el Estado tiene mucho que reprocharse en su relación con Catalunya; hay deudas pendientes, en parte reales y en parte imaginarias, sobre materias que pueden ser objeto de pacientes negociaciones sin que haga falta convertirlas en asuntos de estado. No hay que negar el impulso centralizador que tienen todos los gobiernos centrales, pero todos sus actos no son agresiones a una soberanía absoluta que no existe en el mundo de hoy; tampoco hay que menospreciar el margen de autogobierno propio del estado de las autonomías. Pero la convivencia no será posible si partimos de la imagen de Catalunya como un pueblo frente al que el resto de España tiene una deuda que saldar. De seguir así, Catalunya estará, como escribía el historiador zaragozano Andrés Giménez Soler en 1934, “unida, ciertamente, a la Península, pero unida por la espalda”. Eso será una pérdida para todos, también para Catalunya.