y ALFREDO PASTOR
16/10/2021
3 min

“Los pueblos felices no tienen historia”. La frase, atribuida al político francés Roger-Gérard Schwartzenberg, deslumbra por una brillantez tras la que se esconden interesantes enseñanzas.

Los antropólogos y exploradores que estudian aquellos restos de culturas pasadas que llamamos pueblos primitivos suelen descubrir que, lejos de ser brutos sin desbastar, tienen su propia forma de afrontar los grandes retos de la vida: el nacimiento y la muerte, el más allá, la vida en común, la supervivencia. Algo les separa de nosotros: su existencia está enmarcada en el ciclo. A la noche sigue el día, al verano el otoño, a los años buenos los malos. No parece que esos ciclos se inscriban en una trayectoria; sus crónicas, cuando las tienen, son relaciones de hechos, no episodios de una narración. No parecen pensar que su tribu, su comunidad, su pueblo se dirijan a alguna parte. Efectivamente, no tienen historia.

En Occidente es muy distinto. Nuestro tiempo es una línea, cuyo origen está en la oscuridad; los altibajos que presenta su curso son accidentes en un trayecto colectivo. Los occidentales tenemos una historia. Mejor dicho, tenemos varias, que suelen tener dos características comunes: son una lucha entre el bien y el mal, y lo que está por venir es mejor que lo pasado. Algunas describen los progresos de la conversión de un pueblo a manos de una religión; la historia nacida de la Ilustración quiere narrar el camino de las tinieblas de la ignorancia hacia la luz de la razón; otras describen la lucha de las clases oprimidas contra sus opresores. Nuestras historias no nos hacen muy felices, seguramente porque lo bueno siempre está por venir; y son fuente de conflictos, porque siempre hay buenos y malos en ellas. 

A mediados del XIX nace una de ellas: la narración del proceso que lleva a un pueblo a recobrar su identidad perdida liberándose de un opresor, casi siempre extranjero. Ésta es la épica que acompaña el nacimiento de las Estados-nación europeos, la Historia romántica que narra la unificación de Italia, la construcción de la Alemania moderna y la lucha por la independencia griega. Las revisiones a las que la somete la historiografía más reciente no la afectan, porque su misión es, más que describir fielmente unos hechos, basarse en unos pocos para orientar un movimiento político, ayudando a una comunidad, a un pueblo, a construir su identidad. Esa es la cara luminosa de la Historia; la oscura surge de la lucha por el poder que exige todo proceso de liberación, en el curso del cual se crean los héroes nacionales.

El molde de la Historia romántica ha sido el adoptado por generaciones de historiadores en Catalunya, y sus frutos han servido de alimento al catalanismo y, más recientemente, al movimiento independentista. Sin ánimo de ocultar el daño causado por muchas actuaciones del gobierno central, a menudo ejecutadas con una falta de sutileza rayana en la zafiedad, fuerza es admitir que la historia oficial aquí en Catalunya es un gran obstáculo para que podamos vivir en paz y dedicarnos a lo que importa. Además, está permitido sospechar que el molde romántico se ajusta mal a la realidad de las relaciones entre catalanes y el resto de españoles. Estudios más recientes ponen de relieve que hubo catalanes ilustres que no solo participaron activamente en momentos críticos de la construcción de la España moderna, sino que construyeron su identidad como catalanes a la vez que como españoles. Estamos, pues, lejos de un enfrentamiento secular entre Catalunya y el resto de España. En cuanto a buenos y malos…tienen su lugar en los cuentos de hadas, que los representan sin ambigüedades ni sorpresas. En la historia real es más difícil distinguir unos de otros.

La frase de Schwartzenberg tiene una segunda parte, menos conocida: los pueblos felices, dice, al no tener historia, “no tienen héroes”. Podríamos tener la ambición de ser un pueblo feliz, empezando por no tener ni héroes, ni villanos.

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