

Estamos en guerra. Guerra comercial planetaria. Y guerra literal en Ucrania y Gaza. El clima se enrarece a marchas forzadas. Son guerras que nos implican a todos. La guerra es odiosa porque genera odio: en lugar de ver a personas voces enemigos. Así es como el ultranacionalista y ultrarico Donald Trump mira al mundo: se siente amenazado por los pobres (su aporofobia contra el inmigrante) y se siente amenazado por la riqueza de las otras naciones. Una vez más, salió al ataque. Su liderazgo mundial no lo ejerce desde un ventajoso paternalismo a medio camino entre la responsabilidad y el cinismo, pragmático e interesado, como habían hecho sus predecesores, sino desde una autoconfianza vengativa, desde un orgullo airado.
El siglo XX fue terrible, con dos guerras mundiales devastadoras y cruentos conflictos regionales o nacionales: descolonizaciones, Oriente Próximo, España, Vietnam, Balcanes, Afganistán, Irak, Ruanda... La potencia destructiva se disparó con las armas nucleares. En la segunda mitad del siglo se estabilizó un orden mundial inestable con dos bloques ideológicos enfrentados. El derrumbe de la URSS trajo el espejismo del "fin de la historia" de Fukuyama. Alguien, ingenuamente, incluso pudo pensar que estábamos en el camino de la "paz perpetua" de Kant. El miedo climático debía ser un imperativo para avanzar juntos. Todo esto ha saltado por los aires.
La humanidad no aprende la lección. Ha entrado en bancarrota la gobernanza multilateral para resolver los conflictos a través de pactos en foros internacionales. Estamos de nuevo en el camino del choque entre potencias. El país abanderado de la libertad, tanto política como económica, está traicionando sus principios. La colisión está servida. Trump tiene como apoyo a su provocación geoeconómica el ejército más poderoso del mundo. Tiene buenas cartas, claro, pero lo que está haciendo es extremadamente peligroso: ya ha empezado a generar una inestabilidad global de consecuencias impredecibles.
El hombre que prometió acabar en cuatro días con las guerras de Ucrania y Gaza está abriendo una guerra comercial global inédita. A los afectados por el ataque prácticamente sólo les queda entrar en ese juego tan bestia: si quieres guerra comercial, tendrás guerra comercial. O esto o sumisión. Pero cuando el enfrentamiento de los aranceles no sólo no resuelva el choque, sino que nos empobrezca y nos confronte más a todos, también a los estadounidenses, entonces ¿qué?
El siglo XXI ha perdido el norte. Hemos pasado sin solución de continuidad de intentar salvar el planeta a pelear por lo mismo de siempre, para ver quién se aprovecha más. De repente Trump ha hecho olvidar la crisis climática. Si había una guerra que debíamos librar era contra nosotros mismos, contra la depredación de los recursos naturales con nuevas leyes compartidas y soluciones tecnológicas. Ahora la solución mágica del presidente estadounidense es frenar el comercio mundial y promover más industria nacional con combustibles fósiles.
Trump nos aboca a una confrontación suicida de él contra todos desde el desprecio a la democracia, la cooperación, el clima, la ciencia, la educación, las cosas que realmente importan. Es la antítesis de la ponderación del buen gobernante. Quiere provocar, quiere dar miedo, quiere mostrar la autoridad de la fuerza. A fe que lo está consiguiendo. No quiere convencer al clásico desequilibrio de incentivos y amenazas, con diálogo y seducción desde una posición de superioridad. No, directamente amenaza, humilla y desprecia a enemigos y amigos. Así es y actúa el hombre más poderoso del mundo. Él contra el mundo. Dice que no tiene miedo y da mucho miedo. Vamos hacia un callejón sin salida al fondo del cual hay, altivo, un sheriff nada fiable con una pistola en la mano apuntándonos y sonriendo mefistofélicamente.
Estamos en guerra comercial y preparándonos para más guerra explícita: el mundo se rearma. La dinámica parece imparable. Ahora quizás sí que vayamos hacia el fin de la historia, pero no por el triunfo de la democracia liberal y la libertad económica global, sino por su colapso a cuenta de un autogol infligido por el líder del sistema. No pinta bien para nadie, tampoco para EEUU, que renegando de su identidad política y económica, están empezando a perder.