

Lo fascinante, vigorizante y estimulante es que en toda decisión que toma Donald Trump está el gran imprevisto. Saber que el "yo ya lo decía, que iba a pasar" solo funciona en los casos más domésticos, en los que, además, concursa la chamba. Que el "castigo", a menudo, conforta al castigador, pero no endereza al castigado. Que los amigos de mis amigos son mis amigos, sí, pero los enemigos de mis amigos son mis enemigos. El magnate acostumbrado al riesgo de la bolsa, con asesores a los que puede sustituir, ha tomado una decisión que en principio parecía brillante. Que los productos de fuera de su país pagaran un diezmo. Esto debía hacer que la industria americana se reactivara. "Si cuesta más comprar un coche chino que uno de aquí, compro el de aquí", dirían los súbditos.
En los negocios globales y locales, siempre, siempre está el "factor humano". Gatius le compraba guisantes a Romagosa, pero ahora que Romagosa dice que no comprará leche de nadie, Gatius puede decidir que no quiere guisantes de Romagosa y sí habas de Romaguera. Ya hace tiempo –es un detalle importante– que China está plantando viñedo, imitando el estilo de Burdeos, en el que se refleja. Tienen todos los climas, han enviado enólogos a estudiar cómo lo hacen los bordeleses, han comprado bodegas y, atención, incluso han construido castillos (sí, una Disneyland del vino) imitando a los de los grandes crudos franceses, que se llenan de visitantes. Ya están intentando hacer el estilo de los grandes vinos, míticos, por los que pagaban grandes fortunas. Ya no las van a pagar. No creo, en cambio, que Donald Trump piense plantar olivos en Yellowstone. A Donald Trump le ha pasado lo que les ocurre a los concursantes de un programa de citas. Llegan, clonchinados y sonrientes, y son una promesa. Pero entonces deben explicarse y todo se derrumba. Parecían vigorosos, pero son sólo histriónicos. Parecían oradores, pero son sólo bocazas. Parecían elegantes, pero son sólo chabacanos.