"La historia humana no es sino un largo catálogo de calamidades"
Cándido (Voltaire)
Hemos asistido a uno de los grandes espectáculos humanos en nombre de Dios. Las grandes instituciones sobreviven, en parte, gracias al aura inaccesible del poder, y si alguna de ellas sobresale en el misterio y los códigos que emanan de la autoridad (divina), esta es la Iglesia católica. Las grandes construcciones vaticanas, la púrpura cardenalicia y los símbolos de la crucifixión y la piedad llenan de rito la vida y la muerte y dan trascendencia a la temblorosa naturaleza humana.
Con mensajes de humildad pedidos por Francisco, la maquinaria vaticana ha dado sepultura a un papa que en vida estuvo más cerca de la periferia y del dolor que de la pompa y el inmovilismo de la curia romana.
Hay una Iglesia que aleja y otra que conforta. Una que habla latín y una que abraza la intemperie humana, y esta última fue la del papa muerto. Francisco hizo avances contra los abusos sexuales cometidos por el clero y apoyó a los inmigrantes, pero no culminó el trabajo de acompasar a la Iglesia a su tiempo. Ni en lo que respecta al papel de las mujeres ni por la aceptación de otros considerados descarriados. Eso sí, Francisco ayudó activamente a todas aquellas personas que han apostado por el trabajo sobre el terreno, muchas de ellas monjas combativas de aquellas que "arman quilombo" a favor de los inmigrantes, los ucranianos, el colectivo LGTBI o los pobres. Estos desheredados son los que lo recibieron en el último viaje al sepulcro de Santa María la Mayor.
Dios y el César
La despedida ha sido una extraordinaria reunión del poder terrenal y eclesiástico ante un féretro humilde que ha hecho que Donald Trump y Volodímir Zelenski se encontraran cara a cara en la recta final de una negociación en la que Ucrania y Europa no tienen buenas cartas por la asociación de EE.UU. y Rusia. A pesar de que la religión católica pierde feligreses en nuestro país, la reacción a la muerte de Bergoglio ha ido más allá del catolicismo, y la reacción política ha superado el umbral de un estado aconfesional. ¿Por qué se ha producido este nivel de consternación y, también, de comunión entre religión y política? Probablemente está conectado con el momento global en el que vivimos, de falta de referentes morales, cuando la honestidad, la empatía y la modestia han perdido ante la fanfarronería, el abuso de poder y la brutalidad. Francisco ha representado valores básicos del cristianismo que pueden compartir también otras religiones y el mundo laico. Pero vivir la trascendencia religiosa como un acto íntimo fue un avance de las sociedades democráticas, una herencia de la Ilustración, cuando la razón y la libertad de pensamiento se separaron del poder de la Iglesia.
Desde entonces, sea en estados laicos o aconfesionales, se ha distinguido entre el poder de Dios y el de los humanos. En 1759 Voltaire escribió Cándido o el optimismo, una sátira filosófica de un joven ingenuo, educado por el filósofo Pangloss, que le enseña que "vivimos en el mejor de los mundos posibles". El pobre Cándido ve el optimismo ingenuo, la hipocresía religiosa, la brutalidad de la guerra y otros males de la sociedad viajando por todo el mundo, y presencia guerras, terremotos, fanatismos, miseria, esclavitud, inquisiciones, naufragios, asesinatos, violaciones y la decadencia humana en todas sus formas. Pese a las desgracias, Pangloss sigue defendiendo su absurdo optimismo y pisado por la realidad, pero Cándido concluye que lo mejor que se puede hacer es trabajar y ocuparse del propio jardín. Ser práctico y realista en vez de perderse en la metafísica y abrazarse al valor del trabajo y la responsabilidad personal. Cándido acaba defendiendo que "hay que cultivar nuestro jardín" como antídoto contra el ingenuo optimismo y contra la desesperanza. Cándido acaba optando por el trabajo y la modestia: por el jardín.
Hoy, en una sociedad extremadamente diversa como la nuestra, me viene a la cabeza el aprendizaje de Cándido. Que cada uno tenga sus creencias en el ámbito íntimo y privado, pero conjuntamente reguemos un espacio común de valores compartidos y un futuro próspero construido sobre unos pilares comunes en la cosa pública. Francisco ha sido una inspiración para muchos, pero no sabemos si quien lo sucederá mantendrá el rumbo de la nave de la Iglesia católica. Esta es la siguiente incógnita, y la respuesta será tan política como en el más descarnado del mundo secularizado.