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Física o química (o el instituto al que no llevarías a tus hijos)

'Física o química'.
Periodista i crítica de televisió
2 min
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Catorce años después de que terminara, ha vuelto Física o química a Antena 3. Una nueva generación de estudiantes comienza un nuevo curso en el Instituto Zurbarán de Madrid con unas opciones vitales y unas tecnologías al alcance que cambian los conflictos. La serie arranca en una discoteca y, solo en los primeros cuatro minutos, ya vemos a todos los alumnos borrachos, a un grupo esnifando Popper, comentarios machistas, consumo de marihuana, abuso de benzodiazepina, un cunnilingus en la taza de un inodoro público, ataques de ansiedad, puñetazos y una estudiante muerta. Esta es la nueva generación. Física o química a niveles extremos. Tras la elipsis de las vacaciones de verano, la profesora de filosofía les pregunta qué les hace felices. "Follar", apunta una. "A mí que me la chupen, que follar es de obreros", sentencia otro. En la clase de educación física una chica explica que está exenta de la asignatura porque tiene una pierna más larga que la otra aunque no se note. Los profesores no son mucho mejores. A la hora de relacionarse, el nivel de agresividad entre el personal docente es más propio de un centro penitenciario que de un centro educativo. Esta vez, subrayan que el instituto es una cooperativa de padres y eso sirve para que una madre ejerza de oligarca y controladora de un régimen educativo propio de la Transición.

Los vestuarios sirven para enseñar tetas, culos y chicas jóvenes con lencería fina. Se incorpora al elenco un personaje no binario que recibirá el odio del sector más conservador. Las escenas erótico-festivas corren a cargo de una trieja de adolescentes, formada por dos chicos y una chica. Como ella lleva moto y va vestida con camisetas de estampado de leopardo, se ha ganado el apodo de "motozorra" en clase.

En el primer capítulo, el guion está focalizado en subrayar los cambios generacionales en comparación con la promoción fundacional, de la que solo queda la orla descolorida en la recepción de la escuela. Los profesores están irritables y amargados por la superficialidad y la apatía de los alumnos, están desesperados con la adicción al móvil, no saben cómo gestionar la efervescencia hormonal de los estudiantes y discuten sobre la manera de abordar estos conflictos. Las preocupaciones se manifiestan en forma de estadística: "Uno de cada cinco menores tiene problemas de ansiedad", advierte un profesor en la reunión del claustro. Lógicamente, la salud mental se convertirá en el ingrediente perfecto sobre el que construir dramas de todo tipo.

Este panorama no debe de ser muy distinto al que tienen que gestionar muchos profesores en las aulas reales de los institutos. Y quizás eso es lo más deprimente de la serie. Lo más desesperanzador es la incapacidad de la televisión para retratar a unas generaciones que despierten un mínimo de esperanza y unos modelos más inspiradores. ¿Es la realidad la que inspira a la televisión, o es la televisión la que perpetúa y estimula unos modelos de conducta? Todas las series adolescentes se han convertido en una copia barata del mismo patrón.

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