Aranceles: buenas noticias para la Unión Europea


Los aranceles que Trump aprobó el pasado miércoles no son buena noticia para el ciudadano medio europeo. Las empresas que ahora están exportando a Estados Unidos se encontrarán con que las ventas les caerán y tendrán que decidir qué hacen con los excedentes. Quizás como consumidores nos encontraremos con ofertas muy atractivas de vinos, aceites o incluso automóviles, pero ese efecto será flor de un día, porque las empresas que las hagan estarán reduciendo compras, suministros y quizás personal, y ese efecto nos llegará en un grado u otro a todos.
La Unión Europea puede reaccionar subiendo sus aranceles a los productos americanos, lo que significa que estos productos nos costarán más como consumidores. Las empresas europeas tendrán la oportunidad de sustituir esta producción ahora encarecida, pero tardarán años en poder aprovecharlo, por la sencilla razón de que lo que nosotros les vendemos a ellos no coincide con lo que ellos nos venden a nosotros. Todo acabará volviendo a un equilibrio, pero costará años llegar a él, y durante este período todos –ellos y nosotros– estaremos peor.
¿Por qué, pues, titulo este artículo con optimismo? Porque todo tiene su parte positiva, y los aranceles de Trump no son una excepción. Concretamente, la situación abre dos interesantes posibilidades para Europa. La primera se refiere a la tecnología; la segunda, en la Unión como institución. Examinámoslas una a una.
En Europa nos hemos especializado en productos industriales de tecnología media –los automóviles, por ejemplo–, mientras que Estados Unidos se ha especializado en tecnología avanzada: electrónica y armamento, por ejemplo. Los europeos vivimos nuestra especialización con angustia, porque observamos que nuestra productividad mejora mucho más lentamente que la de americanos y asiáticos.
Trump ha decidido que no quiere importar automóviles europeos porque prefiere fabricarlos en Estados Unidos. La respuesta razonable de la Unión Europea debería consistir en un programa para dejar de comprar tecnología en Estados Unidos que incluya aranceles a este tipo de productos. Esto nos perjudicará a corto plazo, porque nos los encarecerá, pero a la larga tenemos más que ganar que ellos. Es perfectamente posible que los americanos acaben consiguiendo fabricarse todos los automóviles, pero también es perfectamente posible que los europeos acabemos produciendo nuestro software, nuestros móviles y misiles, sobre todo si Trump nos ayuda ahuyentando talento de las universidades americanas. Ambas cosas son perfectamente posibles, porque los aranceles son muy efectivos como herramienta de política industrial. De hecho, si Trump los identifica con la recuperación de la edad dorada de Estados Unidos se debe a que, efectivamente, la industrialización y la prosperidad americanas se construyeron sobre una protección arancelaria extremadamente alta que mantuvieron entre el día siguiente de la independencia y el día siguiente de la 2ª Guerra Mundial, cuando la industria europea estaba devastada y la asiática era inimaginable. El premio acabó siendo extraordinario, pero muchos consideraron que el precio era excesivo. Concretamente, los estados sudistas –que ni tenían industria ni querían tenerla– calificaban los aranceles de "abominables", y si empezaron a considerar la posibilidad de escindirse fue para quitárselos de encima.
Los aranceles de Trump proporcionan a Europa, pues, una razón para pagar el precio que exige dotarnos de una industria tecnológicamente puntera. Depende de nosotros aprovecharlo.
Pasamos ahora al segundo motivo para el optimismo, y la historia americana nos proporciona también una buena guía para contarlo.
Los primeros aranceles americanos los aprobó un gobierno –presidido por George Washington– muy dividido sobre la visión de lo que iba a ser el nuevo país. El secretario del Tesoro –Alexander Hamilton– soñaba con un país industrializado y urbano y con un gobierno federal fuerte; el secretario de Estado –Thomas Jefferson– soñaba con un país rural y agrícola y con un gobierno federal muy débil. Con los aranceles, Hamilton ganó dos batallas simultáneamente: el país se industrializó porque los productos ingleses –el único país en vías de industrialización en ese momento– se encarecieron, y el gobierno se fortaleció financieramente porque su único ingreso –los aranceles– se disparó. Gracias a la solidez de este ingreso, el nuevo estado pudo encontrar la financiación suficiente para comprar Luisiana en Napoleón y duplicar de una manchada la superficie del país.
Los europeos sufrimos la misma debilidad financiera de la Unión Europea, que carece de capacidad para imponer impuestos. Con la guerra comercial, la Comisión gana a la vez músculo institucional (solo hay que ver la expectación con la que ahora escuchamos a Von der Leyen) y músculo financiero (el 75% de los aranceles le corresponde). Ambas cosas nos convienen mucho.