Los finales

Celebración de la Nochevieja en las Fuentes de Montjuïc de la avenida Maria Cristina de Barcelona.
29/12/2025
Escritora
3 min

La fiesta de Nochevieja, aunque siempre la he pasado bien acompañada, me provoca siempre una cierta inquietud. Como hace décadas que hacemos la fiesta en casa, no puedo atribuir esta inquietud a lo que ocurre en el exterior, este tipo de mezcla absurda y chabacana de vestidos de lentejuelas compradas en Temu, exceso de alcohol, espantaviejas, menús de precios desorbitados y programas de televisión que no sabes cuál elegir.

El desasosiego que me agobia la Nochevieja es íntimo y tiene que ver con el miedo que me dan los finales. Cuanto más va, más miedo me dan. Cuando te haces mayor, lo que decía Antònia Font que la vida es un lugar lleno de finales se hace cada vez más evidente.

Los finales más terribles y desestabilizadores, claro, son las muertes de las personas que amas, incluso las de los conocidos de tu edad o más jóvenes, ya veces incluso la dramática muerte que te cuentan de una persona que ni siquiera conoces. Cada muerte es un final, un duro golpe que te recuerda que la vida es frágil.

Pero también se acaban los trabajos que te gustaban, o la novela que haces un año y medio que escribes, o una amistad que dabas por eterna. El final siempre te espera, como una amenaza cierta, mientras estás escuchando una canción hermosa o viendo una película que te emociona o cuando lees un libro que sabes que te va a quedar dentro.

Diría que en la ficción hay más finales felices que en la vida (diría, pero no estoy segura, porque les happy end no están bien considerados, sobre todo en la literatura). Sin embargo, cuando en el teatro o en el cine o en los libros el autor tiene la osadía de imaginar un final feliz, nunca lo es del todo. Los espectadores o lectores siempre tenemos el derecho a plantearnos: sí, la historia acaba bien, pero ¿qué pasará mañana? ¿Lograrán las mejores historias de amor sobrevivir a la convivencia?

Se acaban las fiestas, veranos, nevadas, baños de mar, puestas de sol, buenas comidas, conversaciones agradables, noches al aire libre y carcajadas espontáneas. Se acaban los días que has vivido con alegría, las semanas que has trabajado bien y con ganas, los meses que has visto nacer a un hijo o has realizado el viaje que siempre soñabas.

Y los años también se acaban, y cada vez más deprisa. Y, por si no habías vivido lo suficientemente estresada, pretenden que acabes en tensión para tragarte doce granos de uva al ritmo de las campanadas. Y no tienes que atragantarte y, si lo consigues, enseguida debes estar listo para felicitar el nuevo año a todos.

Cada vez estoy más convencida de que todo este montaje —las campanadas, las uvas, los brindios y los besos— forma parte de una maniobra de distracción para no pensar en el año que acaba —en todo lo que nos ha quedado pendiente, en lo que hemos perdido o ganado, en los problemas o quizá por no pensar en el año que tenemos por delante y que exigirá de nosotros tanto o más que el anterior.

Sea como fuere, con desasosiego incorporado, dispongámonos a despedirnos de este 2025 tan extraño, incluso hostil, y recibimos con los brazos abiertos este 2026 que ahora, durante unas horas, podemos imaginar tranquilo y divertido y solidario y mejor.

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