Es absurdo cuestionar la importancia de la simbología dentro de nuestras vidas. Los símbolos son especialmente útiles para escenificar y homogeneizar visualmente la adhesión a una determinada causa, de aquí que los colores adquieran tanta relevancia en las manifestaciones colectivas. El 8 de marzo, claro, no se escapa de esta tendencia y por eso las redes sociales, los escaparates de los negocios, los logotipos, las mascarillas, los complementos, la ropa y los edificios institucionales se tiñen de lila para escenificar simbólicamente, pero también cromáticamente, el apoyo al movimiento feminista durante esa semana.
A los símbolos, sin embargo, les pasa lo mismo que a las declaraciones de amor: si se abusa, si se reparten sin mucho criterio ni convicción, entonces el mensaje pierde bastante, se agua, se banaliza. Y banalizar un símbolo es como poner un interrogante al final de un "te quiero", es decir, una manera efectivísima de desactivar cualquier impacto. Consecuencias positivas aparte, que la simbología se haya vuelto tan extremadamente accesible en el mundo 2.0 puede ser también potencialmente perverso, sobre todo cuando el hashtag fácil o el pin violeta se convierten en la fórmula fácil para compensar una carencia de coherencia vital o ideológica con los valores feministas.
Entrar en Twitter o en Instagram el día 8 de marzo quiere decir saturarse de lilas consecuentes y de lilas postizos; de rostros femeninos sonrientes acompañados de mensajes misterwonderfulianos y de porcentajes sobre violencias y desigualdades que parecen menos grotescos cuando se los mete en un par de stories; quiere decir leer los llantos de los hombres ofendidos por unas generalizaciones que les salpican y que son bastante inevitables en una jornada que, justamente, busca poner el foco en el hecho colectivo y no en los casos individuales, y quiere decir, también, lamentar la apropiación narcisista, personalista, de unas desgracias ajenas que necesitan que se les apoye, pero no que se les robe el protagonismo.
Asimismo, el 8 de marzo es un día fantástico para constatar que las nuevas herramientas comunicativas han ampliado hasta límites insospechados las probabilidades de hacer el ridículo y de hacerlo viral –en la época de los selfies sonrientes ante la entrada de Auschwitz, no puede extrañarnos que la reivindicación seria del 8-M se transforme en un divertimento de TikTok–, y para sospechar del cinismo o de la estupidez que previsiblemente se esconden detrás de los comentarios que aprovechan el 8-M para halagar a las mujeres a la manera casposa, patriarcal y paternalista –babosa, sobre todo– que el feminismo busca combatir: "sin las mujeres el mundo sería muy triste" o "a mí me encantan las mujeres" son solo algunos ejemplos de esta retórica machista que parece no darse cuenta de que lo es.
Así pues, no es difícil de entender que muchos cuestionen el sentido del 8 de marzo en un momento en el que la línea que separa los símbolos y las modas frívolas es tan difusa. Y, aun así, quizás vale la pena aceptar una dosis de frivolidad a cambio de que, ni que sea un día al año, podamos reivindicar que el 8 de marzo no puede ser cosa de un día.