El gasto social y la financiación autonómica

En España, políticas tan básicas y cercanas a los ciudadanos como las de educación, salud y dependencia (las llamaré políticas sociales) son de competencia autonómica. La fortaleza y el prestigio de la gestión autonómica depende, pues, en gran medida de su efectividad en la provisión de los servicios correspondientes. Ahora bien, son políticas que aspiran a garantizar a los ciudadanos, de forma universal, un tratamiento igual y digno. Contrastan con las de vivienda o pensiones, que solo pretenden garantizar un mínimo, por encima del cual la provisión dependerá de la renta del ciudadano o de la contribución del trabajador. Son políticas, pues, que consumen muchos recursos y, por lo tanto, la fortaleza y el prestigio de las autonomías dependen crucialmente de financiarlas adecuadamente. Si la primera cosa nos importa debemos implicarnos en conseguir la segunda.

En un estado (unitario), el nivel de gasto en política social se determina buscando un equilibrio entre el deseo de máxima cobertura y la realidad de los ingresos fiscales globales que un Parlamento puede aprobar. Los principios de justicia distributiva recomiendan que la imposición sea progresiva (quien tiene más contribuye proporcionalmente más), pero con límites (quien tiene más antes de impuestos debe tener más después de impuestos).

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Evidentemente, no todos los ciudadanos absorberán el mismo nivel de gasto social (público). Las circunstancias personales (estado de salud, de dependencia, de escolarización...) cuentan. Pregunta: ¿puede el nivel de renta ser una circunstancia? ¿Podemos admitir copagos condicionales en renta? Diría que sí, porque puede interpretarse como una modificación al alza de la progresividad fiscal. Otra cosa es que incluso sin condicionalidad en renta los que más tienen tenderán más a proveerse los servicios privadamente.

En una federación –o similar– el gasto social se estratifica en dos fases. Una va del global recaudado –por una agencia o múltiples agencias– a la disponibilidad por gasto social de cada jurisdicción miembro de la federación (el reparto). La otra va de cada miembro hacia sus ciudadanos. Por lo que respecta a la primera, conviene remarcar que no podemos aplicar mecánicamente el modelo general y tratar el tema como si los miembros de la federación fueran un ciudadano. Podemos admitir la dependencia de características demográficas (dispersión, densidad, pirámide de edad) o económicas (coste de la vida) porque pueden ser indicadores objetivos del coste de las necesidades a cubrir. Pero no sería legítimo condicionar según la renta per cápita (cuanto más rica es una jurisdicción, menos recibe) porque, siendo los demás condicionantes iguales, esto violaría el principio de que, dado un código fiscal federal, lo que un ciudadano contribuye debe depender de su renta, pero no de la de otros. Por lo que se refiere a la segunda fase, el nivel de flexibilidad puede ser elevado en la organización, pero no en la garantía del nivel de cobertura establecida para el conjunto. Al menos a la baja. Puede haberla al alza si la jurisdicción tiene las competencias y los recursos.

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Refiriéndome ahora a la discusión española sobre el modelo de financiación, diría que debería partir de dos premisas: que la cobertura social establecida centralmente debe estar al mismo nivel para todos los ciudadanos, y que el sistema de financiación autonómica, además de permitirlo, debe incluir un nivel suficiente de fondos para cubrir los componentes de gasto, como las inversiones en infraestructuras, que son las inversiones en infraestructuras. Hago constar que el debatido principio de ordinalidad se cumpliría sin mayor dificultad porque, si prevalece un grado de racionalidad (¿es pedir mucho?), el gasto en inversión que naturalmente resultaría sería más bien proporcional al PIB –y, por lo tanto, a los impuestos pagados–. El Estatut catalán previo a la LOFCA establecía que la transferencia fiscal sería una media de lo que correspondería por población y por renta. Faltaba precisión, pero iba por el buen camino.

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La situación española actual diverge mucho del planteamiento descrito. El reparto tiene un aire de arbitrariedad. El modelo de financiación presente debería modificarse para ir a una realidad más generosa y más igualitaria en gasto social. El gobierno de España debería decirnos muy pronto cuántos recursos adicionales canalizará ahí. Pienso que debería ser alrededor del 2% del PIB, al que debería llegarse en un período de años que dependería del crecimiento económico. Es una cifra afortunada porque podría facilitar que ninguna autonomía perdiera, lo que parece políticamente indispensable. Ahora bien: el gobierno español debe comprometerse también a dos cosas. Una, a encauzar los fondos adicionales, como corresponde, vía el modelo de financiación, no vía los ministerios. La otra es que el modelo de financiación se modificará para garantizar que todos ganen (per cápita), pero que el orden de ganancias será el inverso al orden de maltrato presente.