El cine catalán ha vuelto a celebrar la gala anual de los premios Gaudí. Lo ha hecho en el entorno precario de cada año: batallando por subir el migrado número de espectadores, menospreciado por algunas plataformas, con el doblaje en catalán percibido aún como extraño por una parte muy importante de los espectadores y con las copias de los filmes tan escondidas que encontrarlas parece una gincana en horarios clandestinos sólo aptos para militantes.
O sea, entendidos, el cine catalán está muy delicado, los alquileres están por las nubes, los pantanos están por el suelo y, como decía Woody Allen, yo mismo no me encuentro muy bien. Pero si organizas una gala, debes salirte una fiesta, no un muro de las lamentaciones. Bien lo sabemos, que una gala del cine catalán será, mientras las cosas no cambien, una simulación de normalidad, un disfraz, una ficción, una comedia optimista por un día. Pero en el momento en que extiendes una alfombra roja en la puerta, debe empezar el show.
Lo que no podemos hacer es una misa laica en la que antes de permitirnos reír debemos hacer acto de contrición por nuestras miserias y por todos los pecados del mundo. Lo que tenemos que conseguir es dar muchas ganas de ir a ver películas en catalán, porque, además, resulta que en Cataluña tenemos oficio, con elenco de directores, directoras, actores, actrices, guionistas y profesionales técnicos de tanto talento que son capaces de ganar un Oso de Oro en Berlín o ser nominados a los Oscar de Hollywood.
Después podemos intentar que la gala no acabe a la una y media, que el guión sea más ingenioso o que los cantantes no actúen con la gente derecha por la sala. Pero ante todo, organizamos una celebración que presente nuestra industria cinematográfica como un teatro de los sueños que sale a seducir ya ganar.