La gentrificación no es inevitable
“Se ve que el piso lo han comprado con una hipoteca a treinta años. ¡Mira si se quieren!”, decía Pepe Rubianes en el monólogo sobre los bancos. Pero claro, ni las relaciones duran treinta años, ni el 35% de la población tiene el dinero para la entrada ahorrado. Por eso se necesitan pisos de alquiler asequibles.
La rehabilitación de la Llar Barceloneta para hacer 18 viviendas de alquiler es un caso de éxito tan incontestable que debería ser la portada de todos los periódicos. Pero ya se sabe que las desgracias venden más, y que los portadores de buenas noticias son tildados de idealistas, de activistas de estar por casa, o de buenismo infantil. Sin embargo, hay que hacer reseñas de los proyectos ejemplares porque si hay método, hay esperanza.
Pocas ciudades tienen tan bonitos puertos urbanos como Barcelona. Marsella, Niza, Estocolmo o Copenhague tienen ventanas de habitaciones que abren al mar, y han visto cómo sus viejos puertos de pescadores mutaban hacia una actividad náutica cada vez más exclusiva. Primero cambian las barcas por yates, y después las calles, tiendas y apartamentos van sucumbiendo a la lógica de las ciudades globales.
La historia de la gentrificación de la Barceloneta es conocida, pero han empezado a hacerse cosas para revertirla: adquirir solares y edificios para destinarlos al alquiler protegido. Debió de ser una de las primeras decisiones del equipo de Ada Colau, que en diciembre del 2015 compró un edificio en el Passeig Joan de Borbó, 44-45, por 3,6 millones de euros, para destinarlo a vivienda social. Era un edificio público (de la Tesorería General de la Seguridad Social), donde muchos pisos estaban vacíos y solo quedaba una vecina, a la que se le garantizará para siempre la posibilidad de seguir viviendo ahí. Invirtiendo en la adquisición de edificios enteros, los ayuntamientos de muchas ciudades europeas evitan la expulsión del vecindario. El Estado sacó menos dinero del que podría haber sacado en primera línea de mar, pero contribuyó a romper el ciclo de la especulación. Tampoco perdió dinero. La TGSS podría haberlo subastado, y podría haber terminado perfectamente en manos de un operador de pisos turísticos o de alquiler de temporada. Pero la función social del Patrimonio Público también debe ser esta: no contribuir a alimentar la especulación. Con la transmisión al Ayuntamiento de Barcelona, el barrio gana en residentes estables, en rehabilitación de patrimonio y en mezcla de personas.
Si camináis por el Port Vell, reconoceréis el edificio porque tiene un aspecto característico de la arquitectura de los años 50. Ahora la Fundació Salas y Hàbitat3 han comenzado las obras de rehabilitación y han derribado los tabiques, las ventanas, los falsos techos y alguna pared maestra y lo han dejado todo listo para hacer una distribución más óptima. La reforma la está llevando a cabo una arquitecta valiente, Montse Carrera (¿por qué todavía me sorprende ver a mujeres con casco en las obras?), y se intuyen espacios diáfanos, con grandes ventanas desde donde se ven los yates, las astilleros, Montjuïc y Collserola.
Un par de calles más arriba se erige un precioso edificio, de color claro con enormes balcones de madera y un zócalo amarillo, que ha construido una cooperativa llamada La Xarxaire, también en derecho de superficie. Los solares vacíos, los edificios fuera de ordenación (los que incumplen el planeamiento), las parcelas sin división horizontal o con un propietario único deberían estar en la diana de todos los municipios, porque son una buena manera de ampliar el patrimonio público. Una vez adquirido (puede ser por ejercicio del derecho de tanteo y retracto en municipios de fuerte demanda y acreditada o pactando un precio que esté por debajo de la valoración de mercado), el edificio seguro que encuentra operadores que puedan rehabilitarlo para alquiler asequible. Por supuesto, todas las propiedades públicas del Estado o de entidades vinculadas a los ministerios, como la Sareb, son una oportunidad para hacer viviendas asequibles.
La recuperación de la Llar Barceloneta demuestra que hay gente, como los vecinos de la Barceloneta que lucharon por el cambio de manos del edificio o los incombustibles Carme Trilla y Manel Rodríguez, que aguantan el tipo y nunca pierden la amabilidad ante todas las dificultades y pronósticos catastrofistas. Trabajaron con el consistorio y el movimiento cooperativo para tramitar el convenio ESAL, sobrevivieron a la pandemia y dirigieron todos los proyectos y contratos necesarios para rehabilitar las fincas. Sirvan estas líneas para expresar mi admiración. De vez en cuando, los astros se alinean y me vuelve a parecer que lo de las ciudades más justas es cuestión de proponérselo. Naturalmente, el edificio está en una esquina del paseo con la calle del ilustre Pepe Rubianes.